Conferencias

miércoles, febrero 18, 2009

Adolfo Suárez Illana en el CEU

4 de diciembre de 2008

En Nuestros Orígenes está Nuestro Futuro

 

I.-INTRODUCCIÓN

Cuenta, tímidamente, la tradición cristiana que el padre prior de cierta orden misionera se hallaba muy preocupado por la crisis en la que se encontraba sumida su congregación después de muchos siglos de esplendor. Un día, agotado este buen hombre tras largos meses de buscar soluciones que no encontraba, decidió encaminar sus pasos hacía Roma con la esperanza de hallar en el Santo Padre la luz que tanto ansiaba.

No fue larga la entrevista, pero halló la luz. Tras los iniciales saludos de rigor y una breve, pero emotiva exposición por parte del religioso del problema que le atormentaba, Su Santidad se limitó a decirle: “Busque en los orígenes fundacionales de su Orden y manténgala fiel a los mismos; ahí, y sólo ahí, encontrará la solución que busca.”

Hoy me viene a la cabeza esta anécdota papal ante la convulsa situación que vivimos en España tanto desde el punto de vista ético y moral como político. Menciono estos tres órdenes porque están íntimamente ligados entre sí. En el corazón y la conciencia  del hombre no existen compartimentos estancos. Corazón y conciencia exigen al hombre unidad de vida. Es decir, concordancia entre las acciones y los pensamientos. Entre los hechos y las convicciones. Es por ello, que cada vez que acudimos a supuestas razones de altura para justificar decisiones que conculcan nuestros principios, terminamos recibiendo el abrazo de la “mala conciencia”. Un abrazo del que no nos libramos hasta que reparamos el mal causado o, como ocurre más a menudo de lo deseable, hasta que abdicamos de nuestras convicciones. Pues una vez que nos vemos libres de los principios, todo vale.

Pero vayamos un poco más despacio para ver si soy capaz de transmitirles con claridad el razonamiento y su aplicación a nuestra situación actual.

En España, al Gobierno de nuestra nación se le llena la boca cada día con la palabra cambio, pero no nos ofrece un rumbo, seguramente porque es inconfesable. Aunque he de reconocer que después del último congreso de los socialistas, va quedando más claro. Cada día se nos ofrecen nuevas propuestas y contrapropuestas que normalmente van acompañadas de una premisa más o menos explícita según la ocasión y que fundamentalmente consiste en pedirnos que, a la hora de abordar cuestiones públicas, abandonemos nuestras íntimas convicciones, ya sean religiosas, éticas o morales, porque si las  tenemos en cuenta  a la hora de decidir, nos dicen, estaríamos imponiendo esas creencias o convicciones a los demás. Todo ello suele venir aderezado con las convenientes dosis de pragmatismo cartesiano.

Permítanme decirles que yo lo único que veo claro en todo esto es que quien obra renunciando a sus convicciones, está dejándose imponer, de entrada, las convicciones de los demás. Porque una cosa es ser respetuoso con los demás y no imponer tus creencias… y otra, muy distinta, renunciar a la esencia de uno mismo, al orgullo legítimo de una forma de pensar y ser; al derecho a construir y expresar tu discurso con absoluta libertad y con el legítimo fin de ejercer tu propia influencia en la sociedad a la que perteneces.

Quien a tales renuncias apela, sólo defiende una libertad: la propia. La de los otros, “los malos” como diría alguno de estos insignes pensadores, les molesta.

Este planteamiento, que aparentemente es tan burdo, se está mostrando sin embargo de una eficacia extraordinaria en combinación con el relativismo dominante a la hora de alejarnos de nuestras raíces éticas, morales e incluso políticas. Es por ello que se hace necesario reincidir sobre estos extremos una y otra vez, como vengo haciendo yo, aún a riesgo de parecer reiterativo.

En esta situación, cobra todo su sentido ese antiguo consejo papal. Por ello, les propongo volver la vista a nuestros orígenes fundacionales y, a su través, intentar llevar un poco de luz a los problemas con los que hoy nos enfrentamos, separando inicialmente los problemas ético-morales de los políticos en lo que a raíces se refiere, para llegar a un final común.


II.- ORÍGENES ÉTICOS Y MORALES

Desde el punto de vista ético y moral es absolutamente claro que nuestros orígenes, como nación, y los de toda la Europa moderna que hoy conocemos vienen marcados por una corriente filosófica determinante: el humanismo cristiano. Ahora bien, en este punto, debemos ser conscientes de que estamos pisando un terreno muy próximo al de la intimidad personal, que constituye el libérrimo refugio de cada cual. Por ello, y por mucho que los orígenes de la sociedad sean los que son, el respeto a la libertad -la de todos- obliga a ser muy rigurosos a la hora de fijar unos valores comunes de entendimiento en lo que se refiere a principios ético-morales aplicables a todo hombre en cuanto tal. Esa fijación debe hacerse sin caer en la trampa hoy imperante del relativismo, ni en el “irritante idealismo moral que se mueve entre la utopía y el fariseísmo” en palabras de Aranguren.

No me adentraré en arduas disquisiciones de filosofía del derecho. Pero si debo hacer una breve explicación – que a buen seguro sería excesivamente breve si me oyera mi viejo profesor de Derecho Natural D. Antonio Fernández-Galiano- del concepto de Ley Natural para fijar el marco de nuestras raíces ético-morales. Es decir, ese conjunto de principios que constituye el mínimo común aplicable a todo hombre, al margen de ideologías o creencias particulares.

Los juristas definimos Ley Natural, como aquella parte del la Ley Divina aplicable exclusivamente al hombre. Y para los que no creen en Dios, diremos que de todas las leyes de la Naturaleza que rigen el Universo, llamamos Ley Natural a la que se refiere única y exclusivamente al hombre.

Pues bien, dentro de ese conjunto de leyes de la naturaleza que son de exclusiva aplicación al hombre, nos encontramos con dos grandes grupos: uno de obligado cumplimiento y que, por tanto, al no depender de la voluntad del hombre, queda fuera del conjunto de principios ético-morales. Dentro de este grupo nos encontramos con normas como son que el hombre no puede respirar bajo el agua o volar, sin ayudas ajenas a su propia naturaleza.

Sin embargo, el segundo grupo de normas si está sujeto al libre albedrío. Es decir, que el hombre, en el ejercicio de su libertad, puede conculcar o no esas normas. Por ello, es este el grupo de normas el que va determinar los principios de conducta que debe observar todo hombre por el mero hecho de serlo. Constituyen por decirlo así, el fiel que marca la diferencia entre el bien y el mal. En este grupo nos encontramos normas tan evidentes como son las de no matar o no robar junto con otras, derivadas de esos mismos preceptos, pero mucho más discutidas como es el respeto al honor.

La Ley Natural se encuentra inscrita en la conciencia de todo hombre por el mero hecho de serlo. Así, no es necesario explicar a nadie que matar es malo en cualquier circunstancia, por mucho que pueda ser inevitable en situaciones concretas. Situaciones que, si analizásemos rigurosamente, encontraríamos que son creadas consciente o inconscientemente por nosotros mismos a modo de justificación.

Dicho esto, no me extenderé más en cuestiones filosófico-jurídicas. Pero si quiero, apoyándome en lo tan sucintamente expuesto, afirmar que en todos los hombres, con independencia de su religión y creencias, hay un substrato común e inmutable de valores y principios  que constituyen la base para toda actuación humana y que son el soporte de todo entendimiento y convivencia pacífica.

El alejamiento de estos principios, que se da siempre de forma gradual, tiene como consecuencia la degradación de la convivencia y posibilita el enfrentamiento.

Entre esos principios, ya hemos señalado el del respeto a la vida, pero hay uno, tan fundamental entre todos, que ni el mismo Dios se permite violentar: el respeto a la libertad.

No quiero hoy adentrarme en las causas y otras cuestiones, pero compartirán conmigo que, cada día, nos da más miedo expresarnos con libertad; especialmente en la defensa de nuestras más íntimas convicciones. Y llegados a este punto, quiero enganchar –si me permiten la expresión- la anécdota que les contaba al principio con las palabras del actual Papa en Ratisbona, y que, en contra de la creencia generalizada, no van dirigidas a los católicos en exclusiva, si no que constituyen un llamamiento general a todos los hombres a la unidad de vida; a la defensa de los valores en la vida pública de cada uno desde el respeto, pero en la convicción de que no existe discrepancia entre Fe y Razón, ya que “no actuar según la razón es contrario a Dios.”

Frente a esto, la corriente imperante hoy en día nos “manda” separar fe, razón y vida pública, alegando que lo que no es matemáticamente demostrable no es real, ni científico y debe quedar abandonado en las más profundas simas del corazón.

Pues si todo es tan matemático y mecánico; tan preciso y material, ¿cómo se explica que seamos capaces hoy en día de reconstruir físicamente un corazón agujereado por una bala, pero no seamos capaces de devolver la vida que por ese agujero escapó?

La realidad es que hay algo que escapa a la materia; un substrato inmaterial que da vida a la propia materia; un alma que se escapa al cartesianismo y se rige por normas alejadas de la matemática, exigiéndonos conductas personales y colectivas que si bien están “pregrabadas” en nuestra conciencia, necesitan de nuestra libertad y concurso para abrirse camino a la existencia material.

Es precisamente en esa libertad donde reside la verdadera grandeza del hombre y su diferencia con el resto de la creación. Los principios son normas que sólo el hombre es capaz de convertirlos en actos; en obras capaces de mejorar nuestro entorno…; pero también es capaz de lo contrario. Por eso decimos que “un hombre no es más que otro, si no hace más que otro”. Los mediocres se suelen escudar en la Fortuna, en “su” mala Fortuna. Frente a ellos, los grandes, son capaces de someter a esa gran impostora uniendo esfuerzo y audacia. Una audacia y un esfuerzo, que desde el punto de vista ético y moral echo en falta en nuestra sociedad de hoy.

Y quiero que conste, alto y claro, que digo audacia y esfuerzo. Audacia, para reconocer los valores y principios en los que debemos fundamentar nuestros actos y mostrar nuestro compromiso público con ellos. Esfuerzo, para intentar vivir rectamente con ellos, pues a nadie se le puede exigir la perfección. Somos humanos y en nuestro corazón caben desde la más excelsa de las empresas al más execrable de los  crímenes. Por ello mismo, el verdadero progreso de la especie humana y su triunfo sobre las demás, ha consistido en el uso que ha hecho de su libertad para, asumiendo su propia imperfección, superar la constante elección a la que estamos obligados entre el bien y el mal.

Llegados a este punto, me van a permitir citar un discurso de Adolfo Suárez González pronunciado en 1996 ante la Academia General Militar de Zaragoza. Decía Suárez: “esta ética del esfuerzo, la del hidalgo, la que ha practicado en los mejores momentos el pueblo español, debe ser reinstalada en nuestra sociedad civil, debe convertirse, una vez más, en eje de nuestros actos humanos, sociales y políticos”.

No encuentro mejor preludio para descender de lo que alguno puede pensar que es la cómoda y vaga aura de los principios y acercarme a la realidad, afirmando que sólo desde los principios nos despojaremos de nuestros miedos –legítimos por otra parte- para obrar en consecuencia. Sólo abrazados a ellos nos mantendremos lejos de lo políticamente correcto, de complejos y temores para alzar la voz y defender aquello que, no solo es razonable, sino fundamental. Porque el derrumbe moral, el abandono de los principios en aras del pragmatismo, sólo favorece la mediocridad y, en definitiva, la iniquidad.

Así, baste señalar cómo la renuncia a un valor, aparentemente no fundamental, como es el respeto al honor y a la intimidad, está causando un gravísimo daño al sistema democrático. Llevamos muchos años, demasiados años, aceptando entre todos la descalificación personal del adversario como arma política; es más, hoy esa descalificación es práctica habitual y centro del debate político en lugar de ser ocupado este por las ideas y los proyectos… y puedo dar buena fe de ello personalmente.

Esto, que aparentemente no es fundamental como decía, sin embargo es extraordinariamente grave, pues acaba excluyendo de la vida pública a personas valiosas y capaces que en otro caso estarían dispuestas a participar en ella por un tiempo determinado, como ya ocurrió durante la Transición. Digo que esto es grave, por que ya hemos visto sus consecuencias prácticas: hacer de la mediocridad la norma entre la clase política. De ahí a la corrupción, el viaje es extraordinariamente corto.


III.-ORÍGENES POLÍTICOS

Desde un punto de vista político, los orígenes fundacionales de la España moderna que conocemos hoy no son otros que el espíritu de la Transición y la Constitución del 78 en la que quedó fielmente reflejado. Por mucho que esto quiera discutirse, el que lo haga no tendrá más remedio que rendirse ante la evidencia: la Constitución de la Concordia de 1978 es el único origen de todo nuestro ser político y jurídico actual y no la II República o la Constitución del 31, como alguno intenta hacernos creer.

Pero una vez más, es preciso ir un poco más despacio y empezar por el principio.

El punto inicial de partida de todo aquel proceso fue la necesidad de un pueblo de abrirse a la libertad, a la concordia y al progreso tras cuarenta años de dictadura y división en un país que no acababa de superar las viejas heridas. Nunca antes en nuestra historia una clase política al completo había entendido mejor la necesidad de sus conciudadanos. Nunca antes en nuestra historia un Rey había entendido mejor el deseo de su pueblo. “Elevar a nivel político de normal, lo que a nivel de calle es simplemente normal”. Se trataba en definitiva de cerrar la brecha entre las dos Españas de Ortega: “la España vital y la España oficial”

Aquellos hombres fueron capaces de olvidar sus particulares intereses, sin renunciar a sus ideologías. Dieron por superados viejos odios del pasado y encararon con valentía y desprendimiento los retos del futuro. Discreparon, pero no lo suficiente como para ser incapaces de encontrar juntos las bases de un sólido y próspero Estado social y democrático de derecho bajo la forma de una moderna Monarquía parlamentaria.

Aquí, me van a permitir un alto que no tenía previsto, pero que considero necesario en este año en el que se cumplen 30 de Constitución junto a los 70 de S.M. El Rey don Juan Carlos.

Quiero hacer primero un elogio de Don Juan Carlos I, que se ha convertido en el único ejemplo en la historia –si hay otro lo desconozco- de Rey que recibiendo poderes absolutos, los devuelve libremente a su pueblo; pues en eso consistió la Transición: en devolver la soberanía al pueblo español.

En segundo lugar quiero dejar bien clara la enorme gratitud que sintió Adolfo Suárez González hacia El Rey. Tuvo muchos motivos, pero destacó uno: permitirle hacer aquello con lo que siempre había soñado. Ese fue su gran premio y su gran honor. Todos los premios y honores que han venido después, incluidos los que hoy llegan, lo hacen a tiempo y se suman a aquellos engrandeciéndolos y llenándonos de legítimo orgullo, me atrevería a decir que no sólo a su familia, si no a toda España.

Por último, me van a permitir que les transmita, en nombre de toda la familia Suárez-Illana, nuestro apoyo a la Constitución y a S.M. el Rey, don Juan Carlos I.

Con todo esto en la cabeza, comprenderán ustedes que no hayan dejado de sorprenderme las constantes referencias de admiración que hacia la II República hacen algunos miembros de nuestra clase política y, muy especialmente, el Presidente del Gobierno. Es por ello que vengo tratando de estudiar un poco más aquel periodo de nuestra Historia cada vez que tengo ocasión, en busca de posibles justificaciones a esas actitudes. Creo, sinceramente, que es indispensable ser capaz de escuchar al adversario e intentar buscar con serenidad su punto de razón. Ese era el verdadero sentido de “debate” en el ideario de Marías: estar abierto al argumento del contrario, a entenderlo y valorarlo. Después, sólo después, estaremos en disposición de rebatir y acordar. Es necesario alejar el debate las filias y las fobias personales.

Desafortunadamente, cuando uno empieza a estudiar la historia de la II República, no tarda en sorprenderse, especialmente ante los primeros actos del Gobierno provisional de lo que, se suponía, iba a ser un régimen de libertades. Permítanme hacer un poco de historia.

El día 17 de abril de 1931, es decir, tres días después de la proclamación, Niceto Alcalá-Zamora –Presidente del autoproclamado, no elegido, Gobierno provisional- envía a “La Gaceta” –el B.O.E. de entonces- dos disposiciones que, llenas de palabras como libertad y justicia, enmascaran una tercera norma: el famoso “Estatuto Jurídico”, donde se plasmaba de forma clara y contundente la concepción absolutista del poder del nuevo gobierno y que no tardaría en usar.

El día 10 de mayo, esto es, menos de un mes después de instaurarse de hecho el nuevo régimen, el Gobierno provisional incauta el diario “ABC” y encarcela a su director después de los famosos sucesos del domingo en la Puerta de Alcalá.  Al día siguiente hace lo propio con “El Debate”. Otros muchos les seguirían después hasta llegar a un centenar largo de cabeceras. Siempre con un mismo denominador común: la ausencia de la más mínima garantía o fundamento jurídico.

Ese mismo día, lunes 11 de mayo de 1931, se reúne de urgencia el Gobierno provisional para debatir los sucesos que están asolando las calles de varias ciudades españolas, con la quema de conventos e iglesias incluidos. El acuerdo alcanzado por el Gobierno de la Nación no puede ser más sorprendente: no hacer nada. Contra el criterio de Miguel Maura, Ministro de Gobernación y partidario de la intervención inmediata, se impone la tesis de Manuel Azaña, Ministro de la Guerra por aquel entonces, y que queda resumida en una famosa frase de aquel Consejo de Ministros: “Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano”. Sin embargo, esa misma tarde y ante la gravedad de los hechos, se hace necesario declarar el estado de guerra en Madrid. Inmediatamente después vendrían Alicante, Málaga, Sevilla, Cádiz, Murcia, Córdoba y Badajoz. Desde aquel día y hasta su fin, la II República se vio preñada de desolación y muerte.

Curioso remanso de paz y libertad este de la II República, reinado por el caos y la violencia de principio a fin.

En cualquier caso, no quiero detenerme hoy en la cuestión de la violencia durante la II República, sino en el tema de las libertades y el arrinconamiento de la oposición.

Como decía más arriba, en menos de un mes se suspende la publicación de los dos principales periódicos de la derecha sin fundamento jurídico alguno. Se trataba de una medida política de presión sobre los opositores, a quienes se despreciaba profundamente. Uno de ellos, “El Debate”, en el día de su retorno, nos ofrecía un editorial de rigurosa actualidad. En él, se decía que “si el Gobierno intentase apartar a la derecha de toda intervención en la preparación del nuevo Estado” estaría cometiendo “una política de exterminio político y expulsión de la vida nacional” de “toda una gran masa de ciudadanos”.  Acababa diciendo que “excluir de la vida común a clases por entero no es obra de políticos constructivos. Aquel apartamiento crea una situación de discordia intestina, de violencia permanente; y lo violento no es durable. Un régimen no puede vivir sobre una nación escindida en dos fracciones”. Estimados lectores: ¿no les recuerda algo muy cercano esta reflexión?

Nunca me ha sorprendido que alguien pueda sentir pasión por la república como forma de gobierno y ejemplos hay de excelentes países que se rigen por ese sistema y no va por ahí mi crítica. Lo que sí me llama la atención, por no decir que me parece increíble, es que alguien se declare admirador del caos que representó nuestra II República. Especialmente hoy y en España.

Con la Transición, los españoles nos dotamos de un sistema de libertades y una organización política acordada por todos con las lógicas discrepancias. Aquel momento supuso –o al menos eso creíamos muchos de los que la vivimos- el punto final a una larga historia de desencuentros presididos por la permanente voluntad que “unos” tenían de imponerse sobre los “otros”. También supuso el punto de inicio de un período de libertad, progreso y bienestar asentado en la renuncia a la imposición partidista en las cuestiones fundamentales, que debían ser objeto de acuerdo entre las grandes fuerzas políticas.

Todos los partidos tienen un programa de máximos, pero ninguno puede pretender imponer esos máximos a los demás. Esa es una de las grandes enseñanzas de nuestra convulsa historia constitucional y sobre la que vengo insistiendo hace algún tiempo y con muy poco éxito, por lo visto. El secreto de la convivencia está en la mutua renuncia a nuestras exigencias máximas, hasta hacer nuestros programas compatibles dentro de un marco de respeto a la discrepancia. Como decía el editorial de “El Debate” antes citado, “Obra sana y prudente política es encuadrar, dentro de la legalidad constituida, el mayor número posible de ciudadanos; y tanto más sólido y prestigioso es un régimen, cuanto sea en mayor grado el fruto, la expresión de una ley hecha por todos y para todos”. Difícilmente se puede resumir mejor lo que cuarenta y cinco años después sería la Transición. Esa Transición que Julián Marías definía como la más importante y novedosa contribución política desde las Cortes de Cádiz.

Y en este punto, si me permiten, volvemos al tema de los orígenes.

Hay reglas que no se deben violar en democracia y especialmente una: las leyes y políticas esenciales del país deben estar consensuadas entre los grandes partidos nacionales. Aunque la matemática parlamentaria le permita a cualquiera de ellos otra cosa, si no hay consenso, esos temas no se tocan. Algo tan simple como eso, permite la alternancia pacífica en el uso del poder sin que cada cambio de Gobierno suponga un trauma nacional. ¿Es una limitación?… si, bien es cierto. Pero a cambio se obtienen largos periodos de progreso, bienestar y paz como el que hemos vivido desde 1978.

En nombre de quien ya no puede hacerlo, creo que tengo toda la legitimidad del mundo para pedirle a nuestro Gobierno que asuma sus tareas con la misma generosidad, desprendimiento y altura de miras con la que se gobernó en aquellos años. Nadie mejor que yo sabe lo mucho que estoy pidiendo. Recuerdo vivamente la falta de colaboración de la oposición en muchos temas; las luchas intestinas dentro del propio partido; los insultos, la descalificación personal y la incomprensión generalizada durante mucho tiempo. Pero permítanme también recordar el inmenso caudal de frutos que todo aquel esfuerzo supuso y que todavía hoy seguimos disfrutando.

No se puede seguir con la exclusión de la oposición en los grandes asuntos de Estado y con el intento de fragmentación de la sociedad. Si la ciudadanía de hace treinta años elevaba hasta la clase política sus ansias libertad y progreso, no me equivoco si les digo que la sociedad de hoy le exige unidad frente ciertas cuestiones.

Exige unidad en la lucha contra E.T.A. dentro del Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo y con estricta observancia de los principios éticos y morales de los que hablábamos al inicio, rechazando perversos atajos que ya nos mostraron  su incapacidad.

Exige un pacto por la Justicia que le devuelva a esta fundamental institución la confianza de los ciudadanos y la dote de los medios modernos que necesita; incluido un sistema de gobierno verdaderamente autónomo e independiente de los partidos y que evite las veleidades de personajes que buscan la notoriedad a través de los casos que manejan.

Exige unidad entorno a una política exterior acorde con nuestra posición en el conjunto de naciones que incluya un cuadro serio de alianzas a largo plazo.

Exige un Acuerdo de Estado que cierre de forma global y definitiva el modelo territorial. Este acuerdo debe incluir la distribución de competencias entre las tres administraciones y garantizar tanto la lealtad institucional entre las mismas, como la solidaridad entre los territorios con distintos niveles de renta.

Exige a gritos unidad en torno a un Sistema de Educación que garantice la pujanza de nuestra sociedad en los años venideros, sin buscar en la reforma la perpetuación de una ideología que nos “garantice” a “unos” el poder frente a los “otros”. El único objetivo de esa reforma debe ser la formación integral de nuestros jóvenes, garantizando un nivel mínimo para todos y estableciendo los sucesivos grados en consonancia a las grandes exigencias que esos hombres y mujeres deberán afrontar en el futuro. Todo ello dentro de un marco de libertad que garantice a los padres, de forma efectiva, el derecho al tipo de educación que quieren para sus hijos. Incluida la religiosa.

Y exige, de una vez por todas, la modificación de las leyes electorales para que cada uno obtenga el peso real que tiene en el conjunto del país y acaben los auténticos chantajes a que se ven sometidos los partidos de ámbito nacional para formar gobiernos. Esto último, bien es cierto, debería ir acompañado de una reforma profunda del Senado que le convirtiera en una verdadera cámara de representación territorial.


IV.-CONCLUSIÓN

Nos vamos acercando al final. Si están ahí todavía, sabrán que les he hablado de orígenes y principios; les he hablado de problemas que nos acosan; les he hablado incluso de posibles soluciones.

Pero, me falta hablar de lo más necesario, lo más importante, lo verdaderamente imprescindible: la ilusión. Una vez más Marías. La ilusión, entendida como esperanza cuyo cumplimiento es especialmente atractivo. La ilusión, entendida como motor capaz de hacernos perseverar ante las dificultades de nuestras vidas. La ilusión, entendida como capacidad de anticipación, de imaginación de un futuro mejor por el que merece la pena luchar.

La labor fundamental del político es ilusionar. Ilusionar y conducir las ilusiones de un pueblo a su realización final. Por ello, renunciaría a mi propia esencia si no tratará hoy de acabar ilusionándoles. Ilusionándoles frente al derrotismo. Ilusionándoles en la tarea de construir un futuro común sobre los principios y valores en los que fundamentamos nuestra existencia como personas y como nación. Y el primer paso para ello es no permitir que ese futuro se construya al margen nuestro.

Quiero llamarles a todos, desde nuestras creencias y convicciones y desde el profundo respeto a la libertad de todos, a participar, cada uno desde su sitio, en la construcción de ese futuro común que empezamos hace treinta años y que hoy, creo, está amenazado.

Frente al derrotismo de algunos, o la inoperancia a la que nos invitan otros, debemos poner todo nuestro esfuerzo y audacia. Un esfuerzo y una audacia que reclamaba Adolfo Suárez González a las Cortes Franquistas el 9 de Junio de 1976 cuando, poco antes de ser nombrado presidente del gobierno, defendía la Ley de Asociaciones Políticas con estas palabras de Antonio Machado:

“…Está el ayer alerto
al mañana, mañana al infinito,
hombres de España, ni el pasado ha muerto,
ni está el mañana –ni el ayer- escrito.”

Permítanme terminar no con mis palabras, sino con las palabras que el legítimo titular de su cariño, y también del mío, escribió con ocasión de 25º Aniversario de la coronación del S.M. El Rey, Don Juan Carlos I y que suponen, de hecho, la última de sus referencias a la Transición constituyendo, en cierto modo, su testamento político. En ellas hay una perenne llamada a tener presentes los valores que la hicieron posible:

“El Estado social y democrático de Derecho es una creación de la razón y una construcción de la voluntad que entre todos, día a día, hay que arraigar y perfeccionar. Es el único camino para lograr la libertad, la igualdad, la justicia y la solidaridad, y para conseguir que los sentimientos y los intereses legítimos de todos los sectores del pueblo alcancen plena y armoniosa satisfacción.

Ese camino –decía- es el que los españoles hemos iniciado en la Transición. Ese camino y el impulso de la libertad y justicia que nos hizo andar, es el que podemos mostrar a quienes puedan encontrarse hoy en una situación parecida a la que nosotros teníamos hace veinticinco años, porque de ese camino y de ese impulso, con todos los errores propios de toda obra política y humana, podemos sentirnos –con toda humildad- legítimamente orgullosos”.

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Sentirse Torero

Conferencia ofrecida en la peña Los de José y Juan

Marzo de 2008, Las Ventas, Madrid.


Una vez más debo comenzar agradeciendo el cariño con el que he sido recibido. Permítanme decirles que soy plenamente consciente de que todo ese cariño no es solo para mi, pero puedo prometer y prometo que se lo haré llegar a su legítimo titular mañana mismo.

Dicho esto, y metiéndonos ya en faena, lo primero debería ser preguntar ¿por qué estoy aquí? ¿Cuál es la extraña razón que ha esp-manoletmovido a aficionados de tanto prestigio como los que hoy tengo delante, a invitarme a pisar unos terrenos hollados antes por ilustrísimos personajes del mundo del toro? Estoy, casi, convencido de que no he sido invitado por mi condición de político y creo poder afirmar, sin miedo a equivocarme, que la respuesta, al margen de otras cuestiones como mi ascendencia y su consecuente notoriedad, es fundamentalmente una: soy torero. El más humilde y pequeño de todos, pero soy torero. Me siento torero por los cuatro costados y me llena de legítimo orgullo el poderlo decir. Quizá por eso y porque es sabido de todos que los toreros no sabemos hablar bien, me he traído conmigo al político, por si le hace falta al torero con “el piquito de oro”.

No me extenderé mucho en este primer toro que abre plaza, para dejarles más tiempo a ustedes y a sus inquietudes en el tiempo faena de ese segundo toro de coloquio, pero permítanme ahora hablarles con el corazón en la mano acerca de mis sentimientos como torero.

Dicen los guaraníes –uno de los pueblos que mejor conocen la naturaleza y que habitan uno de los parajes más hermosos de toda la tierra- “Daipori político cué” (No hay expolíticos). Yo añadiría que “Daipori torero cué” (no hay extoreros). Y es que en el caso de los toreros, quien desea serlo lo deseará por siempre y quien llega a serlo, lo será hasta la muerte.

Con esto, queda esbozada una pregunta que flota en el aire desde el mismo comienzo de la Fiesta. El torero… ¿Nace o se hace?

Partidarios muy respetables hay de una y otra respuesta, pero tengo para mi –y soy prueba andante de ello- que no hay duda de que el torero de verdad se hace. Y les explico mis razones.

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Es evidente que todo torero, para llegar a serlo, necesita de la archifamosa “potencia aristotélica”. Es decir, de ese conjunto de 20060621152929-quintana-y-licas-toreandocapacidades, de condiciones que le permitan poder llegar a ser. Y es precisamente con ese conjunto de condiciones con las que sí se nace y quien con ellas nace, podrá decir que “se siente torero”. Pero estarán ustedes conmigo si les digo que casi todos los españoles nacemos con esa “potencia” recorriendo nuestras venas y que la mayor parte de las veces se traduce y se queda en ese deseo de “haber sido yo el de ese cartel” y se manifiesta en las calles aledañas de cualquier plaza de toros, tras una gran corrida, en lances y muletazos al viento dados por los aficionados con chaquetas, pañuelos, periódicos, almohadillas y cualquier cosa que sirva para revivir las hazañas protagonizadas por sus héroes pocos minutos antes.

No les puedo transmitir lo muchísimo que disfruto ejecutando y viendo ejecutar ese “toreo al viento”, ni lo importante que me resulta, pues él encierra un sentimiento íntimo: el deseo de todo un pueblo que trasluce su profunda admiración por esa forma de creación artística.

esp-derech-copiaPero siendo importante todo eso, para poder decir que “eres” torero, esto es, vivir en primera persona esas hazañas, necesitas “actualizar esa potencia” con la que naces. Esto es, convertir esas posibilidades, ese muletazo al viento con el Aplausos en la mano, en realidad; en un muletazo desmallado, lento, bajo y profundamente sentido a un Samuelón que acabe poniendo en pie al público de cualquier plaza. Y eso solamente se consigue con un esfuerzo ímprobo y continuado. Con una enorme constancia y una gran capacidad de sufrimiento. Es decir, el torero de verdad se HACE y necesita tiempo.

Nos encontramos pues ante dos cuestiones distintas. Por un lado tenemos el sentimiento, el deseo que puede anidar en el corazón de cualquiera. Por otro, la materialización de ese deseo en hechos a través de una voluntad comprometida, que sólo habita en el corazón de los hijos del esfuerzo.

Por eso, parafraseando a mi admirado tocayo Gustavo Adolfo Bécquer, podríamos decir que: “…podrá no haber toreros, pero siempre habrá torería”. Porque la torería subyace en todo lo que toca y mira quien se siente torero, pero solo será digno de tal nombre quien recogiendo todo ese bagaje centenario de torería asuma el riesgo, ponga todo su empeño y esfuerzo y se presente ante los demás en una plaza dispuesto a desarrollar el espectáculo más singular de toda la tierra: bailar a muerte con un toro. Porque esa es la verdad incontestable, el corazón que late bajo la piel de este ancestral arte: la muerte. Por ello, solo quien esté dispuesto a morir acabará por merecer tan ilustrísimo título: el de ser Torero.

Llegados a este punto, me voy a permitir la osadía de dar un viraje personal, pero para ello es necesario hacer un pequeño preámbulo.

Creo que, a estas alturas, si por algo me conocen, es por la encendida defensa que hago de otro torero: mi padre, de su figura y de su memoria. Lo hago por muchas razones. Y aunque sobren las palabras, les diré que lo hago por que me siento profundamente agradecido; porque me siento profundamente orgulloso del padre que tengo; por que le quiero con toda mi alma y porque además creo que es lo más importante que en estos momentos puedo hacer por él. De él lo recibí todo y a él se lo debo todo.

Con esto en la cabeza, sabrán valorar en su justa medida lo que les voy a decir a continuación y podrán comprender que no 2mediazcontiene reproche ni altivez; si orgullo y sinceridad: ha sido en el ruedo, el único lugar del mundo donde yo no he sido el hijo de Suárez. Sé que del callejón hacia arriba la cosa cambia –y sé que es para bien, pero cambia-. Sin embargo, en el ruedo, al de negro, al colorado o al chorreado en verdugo, le importa muy poco quién eres tú o de dónde vienes; eres simplemente el enemigo.

Les puedo asegurar y les aseguro –si me permiten la broma- que esa sensación de dependencia de ti mismo en soledad, tan inmediata, vital y de prestigio, que sientes en una plaza ante un toro bravo, es única, atenazante, estimulante, embriagante y… cuando logras domeñar todos los elementos que en ese ruedo concurren, es una sensación dulce, muy, muy dulce.

Quizá alguno que no sepa de toros ni de toreros –y por tanto nadie en esta sala-  podrá sentirse escandalizado por que yo me llame torero. Pero lo hago porque es de LEY. No soy una figura del toreo, ni siquiera un profesional, pero si soy torero, con todas las letras y con todo el respeto del mundo.

Hay toreros de “a pie” y hay toreros de “a caballo”. Hay toreros de “Oro” y hay toreros de  “Plata”. Y yo, con toda la humildad de la que soy capaz –que no es mucha- defiendo aquí hoy, que también hay toreros de “Corto” que pueden y deben defender con la misma dignidad y legítimo orgullo que todos los demás, el espectáculo más singular de toda la Tierra.

Bien sabe Dios, y quizá por eso mismo lo hizo, que si la oportunidad que me brindó con 36 años me la hubiese brindado con 16, yo hoy sería matador de toros profesional, seguro. No sé si hubiera triunfado o hubiera muerto pronto, pero si les digo que no imagino para mí otro camino intermedio.

Por ese pundonor y por ese respeto que tengo por los toros y toda su gente, no he querido tomar la alternativa que tanto me han ofrecido grandes figuras del toreo y por encima de todo amigos. Sé que lo hacían de buena voluntad y con el profundo deseo de premiar el esfuerzo y la afición sin medida que han visto en mí. Yo sé –y eso es lo verdaderamente importante- que puedo matar toros, y de hecho me enfrentado hasta con cinqueños de mi suegro –que no es decir poco-, pero hay que ser sincero, una cosa es lo que hago yo, y otra, muy distinta, la profesión de torero.

9trincherazoUna cosa es enfrentarte veinte tardes al año, a veinte toros bien escogidos para ti y ante un público agradecido por el festejo benéfico que se le brinda y otra cosa, muy distinta, enfrentarte a una temporada de verdad por todas las plazas del mundo, sorteando toros de muy distinta condición y sometido a una exigencia rigurosa.

Tomar la alternativa, en mi caso, hubiera sido tan solo un paso de vanidad personal que nada hubiese aportado a la Fiesta. Sería como decirle a mis amigos los toreros que lo que ellos hacen lo puedo hacer yo también. Y me niego a semejante barbaridad. Yo estoy aquí para servir a la Fiesta, no para servirme a mi. Yo estoy aquí para darle gracias a los que me han hecho un hueco en carteles que hubieran sido el sueño de cualquier torero. Y también estoy aquí, para reivindicar ante la afición que  hay otra forma un poco más comprometida de participar en el mundo de los toros: la del aficionado práctico.

El mundo de los toros lo necesita y está claro que los profesionales están dispuestos a abrir ese hueco a los aficionados, siempre que vengan a servir y no ha servirse; siempre que lo hagan con profundo respeto y, claro está, con las dos condiciones clásicas que este arte requiere: el suficiente nivel técnico y las famosas “pilas”, porque aunque el traje corto no tenga luces, también necesita pilas… para que la cosa brille… digámoslo así.

Pero ya en serio, si yo hubiese aceptado vestirme de luces –y les doy mi palabra de honor que es algo por lo hubiera dado casi cualquier cosa- habría traicionado todo aquello que defiendo y la forma profunda y respetuosa en la que siento el toro. Además, sinceramente, creo que no tengo mejor regalo que ofrecer a mis amigos los toreros que mi respetuosa renuncia a las luces, que no a la torería.

Una renuncia que es sincera porque está bordada con valor, con respeto y con la más loca y apasionada de las aficiones.

escribanejo

Por eso el día de mi despedida el 14 de octubre pasado en la Plaza de Toros de Espartinas, le pedí a mi suegro que me echara el toro de mayor trapío y nota que pudiera –y el muy “canalla” me hizo caso y casi me muero cuando vi salir aquel cinqueño hondo por la puerta de toriles-. Quiero que sirvan estas palabras de homenaje a ese toro excepcional que me permitió realizar el toreo que siempre había soñado. Se llamaba “Escribanejo”, nº 75, hijo del “Azucena” y le fue concedido el indulto todo un sueño en esas tierras sevillanas. Pero quería despedirme de mis compañeros haciendo, lo que tantas veces les había dicho a lo largo de mis 8 años largos en activo: quien se viste de torero y hace un paseíllo con las figuras con las que he tenido el privilegio de hacerlo yo, curtidas a sangre y cornadas por todas las plazas del mundo, debe ser también capaz de ponerse delante de un toro de verdad sin paliativos.

Creo que es la mejor, por no decir la única forma que tiene un torero de manifestar al público y a sus compañeros que les matandorespeta, que no viene a hacerse una foto bonita, sino a darlo todo –dentro de sus capacidades y limitaciones- para defender desde la profunda honestidad del toreo una forma de expresión cultural centenaria y mítica.

Creo que, si alguno, ese a sido mi único éxito: el respeto profundo a esta profesión. Soy consciente de mis grandes limitaciones técnicas y de mis cualidades artísticas, pero nadie ha podido decir jamás que no ha habido entrega absoluta por mi parte cada vez que me he puesto delante de un toro.

Por eso, y tratando de evitar los temidos avisos de Madrid, quiero entrar a matar hoy ante ustedes este primer toro de palabras y sentimientos que les he brindado, con la espada del legítimo orgullo y la humildad -la poca humildad de la que es capaz quien se siente tocado por Dios con uno de los más singulares dones que Él regala-,diciéndoles que, seré el más humilde de todos, lo acepto, pero soy y me siento profundamente torero.

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