Artículos de Terceros

miércoles, febrero 18, 2009

Artículo publicado en La Razón el 15 de septiembre de 2010

Jesús Fonseca

Tiene razón Suárez Illana: el totalitarismo se crece cuando los ciudadanos dimiten. El mayor peligro vital es siempre el hastío. En ello estamos. La nuestra es una sociedad ofuscada por el cinismo y el escepticismo. Difícilmente podría ser de otra manera,  con esta degradación política, con esta permanente corrupción. Con este nuevo ateísmo que ha colocado al hombre en el lugar de Dios. Por si fuera poco, uno mira a su alrededor y no encuentra familia o institución humana que no tenga algo que ocultar. Parecería que nadie quiere enterarse de lo que está pasando.

¡Todo vale a la hora del ocultamiento! Pero las cortinas de humo sirven de poco. La verdad padece pero no perece. La pregunta es si sirve de algo que los ciudadanos de a pie nos preguntemos por estas cosas. Mi respuesta es sí.  ¡Rotundamente sí! Nos quieren convencer de que  en política –en no viviendo de ella– lo mejor es no meterse. De que la política para los políticos. Para eso les pagamos.  Un parecer alimentado, incluso, por algunos de ellos, que quieren seguir interviniendo –y de qué forma– a su antojo en nuestras vidas, tanto a través del control de los bienes públicos como de la acción legislativa. ¡Pues no! No vale poner o quitar al que manda. De este envilecimiento, que deshonra a la democracia –que nos humilla a todos–, sólo saldremos con más sociedad civil. Algo que pasa por la exigencia. Por exigirles y exigirnos más.

Los días de Suárez

Por Juan Cruz en El País 14-6-2009

Fotos de Marisa Flórez, Efe y otros


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No sabe quién es. Tiene energía, responde al afecto con el mismo afecto; hace guiños, se burla de broma de los que tiene cerca. Pero no tiene ninguna relación con la realidad. Ésta se le ha ido por completo. Como cientos de miles de personas en este país, sufre alzheimer. No relaciona una cosa con la otra, mantiene conversaciones a trompicones. Pero es feliz, se le nota feliz, tranquilo; los que le tratan piensan que está tranquilo, que es un hombre en paz. Pero él tampoco lo sabe. Mañana se cumplen treinta y dos años de las primeras elecciones democráticas que él impulsó (y ganó, al frente del Gobierno y de Unión de Centro Democrático) en este país, pero él no sabe nada, no sabrá nada. No sabe ni que le quieren ni que no le quieren, y de todo hay.
Desde hace seis años, cuando perdió el hilo mientras hablaba en un mitin político a favor de su hijo Adolfo en Albacete, Adolfo Suárez González, el primer presidente del Gobierno de la democracia, está sumido en la bruma de la desmemoria.
No recuerda nada de lo que fue, ni supo que su hija Marian ha muerto. Y si lo supo, en seguida lo olvidó. No recuerda nada. Una frase suya que puede resultar coherente se contempla como un suceso extraordinario. Pero él tampoco sabe que la ha pronunciado. Le preguntamos a su hijo Adolfo. Sí, el padre es físicamente el que fue; te mira y ahí hay una mirada inteligente; te guiña un ojo, se muestra cómplice, te avisa de que alguien llega para que calles por si acaso… Bromea, te pide silencio, o se ríe. En los ojos hay vida. Ya no lee, su manera de mirar sigue siendo la suya, aquella mirada de Suárez entre confiada y veloz. Y te mira con cariño («si le miras con cariño»). Esta imagen sirve para explicar cómo está: si le ves ahora y no te habla, parecería que estás viendo una película muda en la que un señor mayor que fue como el Suárez que conocimos vive el inicio de la vejez. Y punto. No hay ningún gesto que delate su condición de persona ida, completamente fuera de este mundo; y tampoco hay miradas perdidas.

Se suceden ahora libros sobre su vida y sobre su actitud como artífice del cambio, al lado del Rey; Javier Cercas, Gregorio Morán, Carlos Abella…, han escrito libros sobre su figura, a favor o en contra; Charles Powell prepara una biografía. E incluso aquella fotografía ha dado que hablar, en pro y en contra, como si aún resonara la figura que en otros tiempos no fue una ausencia, sino una polémica presencia en la historia de España. Todos le recuerdan y él no recuerda nada, absolutamente nada.
¿Y cómo está? ¿Qué recuerdos se llevó su desmemoria? Ésa es una pregunta que ahora sólo se puede responder con la voluntad de reconstruir una figura que la enfermedad ha dejado fuera de combate para la razón que supone el ejercicio de los recuerdos.
Hace tres años, quizá, Adolfo Suárez, que cumple 77 en septiembre, dijo la última frase coherente que recuerdan sus próximos. Esa frase es ahora como un talismán, que se reproduce como si fuera el último ejercicio de una despedida; inconsciente, acaso, pero coherente. Antes de escucharla, volvamos a ver cómo está Suárez, respondamos a esa pregunta que se hace quizá desde aquel dramático debilitamiento público de la memoria que le ocurrió en Albacete. ¿Cómo está Suárez?

Suárez está protegido, le ven sus hijos, le ve poquísima gente. Su última fotografía pública fue aquella en la que se ve de toison-copia2espaldas («hacia el fondo de la historia») con el rey don Juan Carlos; «soy tu amigo», le dijo el Rey. Acaso la simplicidad de ese intercambio dice mejor que nada a qué grado de desmemoria llegan estos enfermos, y ese mismo intercambio, también conmueve. La enfermedad acerca, y esta enfermedad llega al fondo del sentimiento incluso a aquellos que son lejanos.

Tal como era Suárez, dice Suárez Illana, seguramente no querría retratos de su rostro en este periodo de su existencia en que vive en la bruma. Durante algún tiempo, durante su proceso de desmemoria, su hijo le daba If, de Rudyard Kipling, un poema que amaba; lo tenía ante sí, alguna vez se detuvo a leerlo como si ese folio tuviera la extensión de una novela, pero luego ya se le perdió el papel en la nebulosa en que vive. Ya no podrá leer estos versos que Kipling puso al principio de su famoso poema (reproducido aquí en la versión de Aquilino Villegas): «Si puedes estar firme cuando tiemblen de miedo / todos te señalen con vengativo miedo…».

No lee, no recuerda. Tampoco podría relacionar esos versos con el momento más tremendo de su despedida del poder. No es nada, If ahora no es nada para él, nada es nada. Pero él está bien, protegido por los suyos. Le visita muy poca gente, porque sus allegados no han querido que la casa sea una sucesión de personas que quisieran decir cómo está Adolfo Suárez. Han ido algunos, elegidos por la familia; Suárez Illana nos contó que él había querido invitar a algunas personas que, por su relación y por su honorabilidad, él creía que iban a mantener la discreción que se debe cuidar en relación con una persona enferma. Entre esas visitas estuvo la de Alfonso Guerra, en torno a la primavera de 2005. Acertó de pleno, dice, eligiendo a Guerra, «que dijo luego tan sólo que había estado allí para corroborar que mi padre estaba bien atendido».

Lo visita el Rey también; aquel de la fotografía no fue el único encuentro.
En este periodo, Suárez vivió un drama familiar más, después de la muerte de su mujer, Amparo Illana, el 17 de mayo de 2001, dos años antes de que comenzara su proceso de deterioro mental. Ya en la nebulosa en la que está sumido falleció de cáncer su hija Marian, el 7 de marzo de 2004; una vez resueltos los trámites tristes de estos desenlaces, Adolfo hijo fue a la casa de su padre.

Dicen los médicos que atienden a este tipo de enfermos que éstos han de hallar siempre afecto a su alrededor, tienen que saber que aquellos a los que tienen cerca son de veras sus próximos, y les quieren.

Desde el principio del pasillo de la casa, Suárez hijo saludó con afecto al padre, y se fue acercando hasta él; cuando estuvieron uno junto al otro, el Adolfo Suárez perdido en la desmemoria le miró y le dijo, como si no le hubiera abandonado la intuición que la gente conserva para adivinar los dramas:

– Tú tienes algo que decirme.Suárez y su hijo Adolfo
– Sí -le respondió el hijo.
– Pues dímelo.
– Marian ha muerto.
– ¿Y quién es Marian?
– Tu hija.
– ¿La has enterrado?
– Sí.
– Has hecho muy bien.

Después, Adolfo Suárez González se fue a pasear con su hijo, y ambos charlaron sobre el césped de mayo, el mismo en el que el Rey y el ex presidente pasean en la ya famosa última foto que les junta y que hará el 18 de julio un año exacto que apareció.
Adolfo hijo nos contó, cuando le preguntamos cómo está su padre, otro acontecimiento que ha ocurrido en este tiempo de niebla perpetua; lo hizo y acabó visiblemente emocionado.

La historia es la de la última vez que el ex presidente del Gobierno pronunció una frase coherente, redonda, una respuesta verdadera a una pregunta concreta. Suárez Illana es un creyente católico, como su padre, y pensó que a una persona de esas creencias «le gustaría estar preparado para enfrentarse a Dios en la eventualidad de su muerte».

Y decidió llamar al confesor habitual del padre, el arzobispo Antonio Cañizares. Era la primavera de 2005, en el centro de la bruma; invitó a cenar al sacerdote, que acababa de ser nombrado vicepresidente de la Conferencia Episcopal.

El ex presidente saludó a Cañizares como saludaba antes el Adolfo Suárez que nosotros recordamos, pero del que él mismo no sabe nada. Ahora ya no tiene aquella energía, pero sí conserva la energía del saludo. Pero es así habitualmente: cálido, directo, sentimental, se deja querer; el hijo dice: «No soy un héroe: me lo paso bien con mi padre. Él es ahora un hombre alegre. No lo sabe, no sabe qué es alegre o triste, pero se muestra alegre».

Así que Cañizares se sentó al lado de Suárez y le puso la mano en la rodilla, y le preguntó al ex presidente, después de unas palabras circunstanciales, según la fórmula ritual:

– ¿Quieres que te administre el perdón?
Suárez le respondió al sacerdote:
– Yo siempre estoy dispuesto a dar y pedir perdón.

Esa frase sonó como un destello, una rareza; el hijo se fue del cuarto. Se quedaron a solas el cura y Suárez, y al cabo de cinco o siete minutos, «don Antonio abrió las puertas, y me dijo: ‘Te puedes quedar muy tranquilo».

En Adolfo Suárez González el hijo ve ahora paz; «no es responsable de nada. Me dolerá su pérdida, pero me da alegría verle alegre, y en paz. Está vivo, y eso le convierte en un símbolo; si estuviera muerto ya lo hubieran olvidado; es una llamada permanente; su ausencia le hace presente. Si estuviera bien no se callaría, y una opinión suya, con lo que sabe, seguramente resultaría incómoda».

La enfermedad de Adolfo Suárez ha convertido al ex presidente en un ser sobre el que se vierten realidades y leyendas a las que él no puede responder; ni las puede contar ni las puede desmentir. Alrededor de su figura silente, sin embargo, flotan anécdotas o sucesos que la historia va perfilando, y que convierten su época en un territorio en el que se mezclan la ilusión, la intriga y el navajeo, en gran parte en el seno de su propio partido, que al fin le hizo tirar la toalla. Aquí se reúnen, recogidas de testimonios fiables, a veces contradictorios, muchas veces próximos, algunas de las anécdotas que en su tiempo fueron metáforas de la vida de España, en una época en que los militares vigilaban su acción democratizadora y sus correligionarios trataban de someter su huella a un barrido permanente. La evidencia de que Suárez está ausente añade misterio a los sucesos, sobre los que se alimenta una bruma que él mismo ya no podrá despejar.

Organizó maniobras militares para dejar sin gasolina a los tanques e impedir una reacción a la legalización del PCE

Era un político, no un intelectual. Las familias de la UCD quisieron afeárselo. La normalidad era un puñal tras otro

» «Mi General, no se lo crea». Franco le dijo a Adolfo Suárez, cuando éste acababa de ser nombrado gobernador civil de Segovia:

-Dice usted que la provincia está mal. Pues yo voy y me vitorean.

-Mi general, no se lo crea.

Franco lo sabía, pero Suárez le refrescó la memoria. «Ya sabe usted cómo se preparan esas visitas. Las aclamaciones las preparamos muy bien».

-Bueno, Suárez -le dijo Franco-, espero que no haya venido sólo a traerme problemas. Deme soluciones.

-Si usted me deja usar su nombre un día la provincia se arregla.

-Es usted muy audaz, Suárez. Hágalo, y luego me cuenta.

Y el joven gobernador civil se fue a ver a Laureano López Rodó, director del Plan de Desarrollo, correligionario de Fernando Herrero Tejedor, del Opus, el hombre que le había recomendado a Franco.

-Me ha dicho Franco que debemos declarar Segovia Provincia de Acción Especial.

-Eso es una barbaridad. ¡Cien millones de pesetas de libre disposición!

-Pues llame usted al Pardo y se lo explica al general.

López Rodó fue más astuto: hizo que su secretario llamara al Pardo: «¿Ha estado por ahí Adolfo Suárez?». Había estado, «acaba de salir».

Franco le envió después a Segovia al joven Príncipe. Don Juan Carlos fue con su cuñado, Constantino, a comer a Cándido. Le20090613elpepunac_5 esperaban las cámaras de TVE, y un exultante gobernador.

Hubo química. El príncipe le pregunta al gobernador lo que Franco ya le había preguntado, qué habría que hacer cuando se produzcan «las previsiones sucesorias».

Fue entonces cuando Suárez le prepara un papelito que ahora está entre los papeles de Suárez (y del Rey). Algunos lo han visto; otros niegan su existencia. Suárez lo cita: «Este proyecto político, que tenía concretado incluso por escrito, en notas y esquemas, era conocido -y pienso que compartido- por algunas de las más altas instancias del Estado, y lo expliqué a todas las personas a las que ofrecí formar parte de mi primer Gobierno y que me interrogaron sobre el diseño político de la etapa de gobierno que se abría». Lo dijo en Diario 16 en 1983. Aún hoy se discute si existe o no.

Según quienes sí lo han visto, en el papelito se establecen las líneas maestras de la Transición. Devolución de la soberanía al pueblo. Una Constitución acordada por todos. Amnistía. Partidos Políticos.

Era finales de 1969. Siete años más tarde el papel iba a resurgir, en manos de don Juan Carlos, que ya era Rey. Se lo dio a Suárez, después de darle un susto, el día en que lo eligió presidente del Gobierno.

» Por «Un desastre sin paliativos». La herencia de Franco fue Carlos Arias Navarro. Con él en la presidencia del Gobierno era muy difícil poner en marcha el papel de Segovia. Y el Monarca se valió de un periodista extranjero para dinamitar al heredero. Don Juan Carlos dijo que Carlos Arias Navarro era «a resounding disaster», un desastre sin paliativos. Arias era un personaje incómodo, representaba al Régimen, era un obstáculo para la amnistía, para la creación de partidos políticos… Dimitió, y comenzó en efecto el proceso sucesorio que Franco había querido dejar atado y bien atado…

torcuatoSuárez sabía que iría en la terna, y los otros cuyos nombres llegaron al Consejo del Reino (Areilza, López Bravo) creían que el nombre del ex gobernador, cachorro del Régimen, ligado al Movimiento, era una manera de completar una lista. Torcuato Fernández Miranda cumplió la misión; y pronunció esa frase que la historia ha consolidado como la expresión que explica mejor que nada la voluntad que tenía el Rey de nombrar a Suárez presidente del Gobierno: «Estoy en condiciones de dar al Rey lo que el Rey me ha pedido».

Las grandes familias (Areilza, López Bravo) se habían dedicado a debilitarse mutuamente, a batir al contrario, y el advenedizo se quedó con el cetro. Un cuarto hombre, Manuel Fraga Iribarne, se había quedado lejos de la pugna, y en ello veía la sombra del ex gobernador. Un día le dijo en los baños del Congreso:

-Jamás te perdonaré que me hayas jubilado doce años antes.

Y entre los que aspiraban era Areilza el que se suponía más seguro. La leyenda dice que en uno de aquellos días alguien llamó a su casa, y alguien respondió:

-El presidente está descansando.

» «Señor, arreglando unos papeles». A Suárez le parecía evidente que el Rey quería que fuera su primer ministro, pero el Rey le hizo sufrir. Era julio, y la familia se fue a Baleares, a buscar sitio donde pasar agosto. La terna había sido dilucidada, y el resultado estaba en manos de don Juan Carlos. Sábado, un día sin gloria, y el ex gobernador que le entregó aquel papelito en Segovia despachaba sus nervios más que sus asuntos en la casa familiar, en Puerta de Hierro. «Este tío no me llama».

A las tres de la tarde llamó el Rey. ¿Qué haces? «Aquí, ordenando unos papeles». Vente para acá.

conelreyAcá era el palacio de La Zarzuela, un lugar lleno de vericuetos, pasillos y antedespachos. Le pusieron en un despacho solitario; en un aparcamiento inmenso había quedado empequeñecido su Seat 127, y él se sentía empequeñecido. Hasta que un grito -«¡Uhhhhh!»- le despierta del sopor y le provoca finalmente una carcajada. Es el Rey, que le quiere asustar. No le dice nada; se sienta ante una mesa de despacho y de un cajón saca un papelito. Le dice:

-Esto que me dijiste en Segovia hay que llevarlo a cabo.

» «Es tu oportunidad». El papelito dice (según quienes lo vieron, o lo citan) que hay que desmontar el Régimen, más o menos.

Él está capacitado para el haraquiri, porque forma parte de la corte que se quiere desmontar, la corte del franquismo. Y cuando el haraquiri se produjo de hecho (en las Cortes) se pudo ver en la televisión su rostro. Uf, lo hemos hecho. Esto va a poder ser. Eso dijo. No está grabado, pero eso dijo. Esto va a poder ser. Ahí nació la transición, que él llamaba La Transición. Federico Ysart, un destacado colaborador de él, le regala un cuento de El Capitán Trueno, cuenta Carlos Abella. Es un momento culminante. Él está feliz, y le van a odiar. Esa noche se afilan al tiempo la admiración y el odio. Él lo sabe.

Su compromiso democrático fue inminente, caliente todavía el cuerpo místico del franquismo: habrá elecciones libres en el plazo de un año. Las adelantó, casi sin haber organizado un partido político que él pudiera usar como su propia plataforma. Es lícito pensar que hasta el Rey tembló: o sea, se monta el equipaje de una democracia y el país queda en manos de los socialistas y de los comunistas (éstos aún eran ilegales), que son los únicos que están organizados.

20090613elpepunac_11Quizá ese aliento de las alturas convenció a Suárez para formar Unión de Centro Democrático, acuciado también por la evidencia de las encuestas: si no se presentaba, o si presentaba la derecha que venía de Franco (Fraga y los suyos), el triunfo socialista iba a ser redondo, rotundo.

Es lícito pensar que diría para sí que esa era una oportunidad, que no sería muy inteligente desperdiciarla. Alrededor había voces que le animaban a desanimarse: eres el presidente interino, no te aproveches de tu interinidad. Esas voces provocaban una coalición en torno a Fraga. «Nos equivocamos, con esto nos equivocamos».

Descartada la idea de la mayoría natural, Suárez se quedaba al mando del centro, que según su criterio era el único que podía aglutinar más votos que Felipe y Carrillo. En febrero de 1977 Suárez tiene sobre la mesa un macrosondeo que le da la victoria a González sobre la coalición de Fraga; y es entonces cuando se produce la inquietud que acelera la construcción de UCD. Una construcción precipitada en cuya virtud (electoral) llevó su penitencia (de futuro): una aglomeración cuyo cemento era Suárez…, hasta que dinamitaron el cemento desde todos los sectores de esa entente.

Y ahí estaba el Ejército, que entonces era el de Franco, y no el de 1982. Vigilante, el Ejército que luego dio un golpe y varias intentonas. Vigilando a Suárez, que estaba enfrascado en crear un partido sin darse cuenta de que estaba creando, también, una reunión de notables y que cada uno iba a ser de su padre y de su madre. Suárez los sumaba, todavía, y optó por aquella frase, «puedo prometer y prometo», para contarles a los ciudadanos que en efecto él era el garante de aquella amalgama.

Era una jaula de grillos, pero ganaron. Uno de aquellos gallos en el gallinero de UCD le envió a Suárez, cuando empezaron a escucharse los ruidos que dinamitaron UCD, un volumen de primero de Derecho. Para que aprendas. La ironía fue un símbolo de ironías más gruesas. Era un político, no era un intelectual; las familias quisieron afeárselo. Pero él quiso seguir, hasta la Constitución, en 1978. Desde entonces aquel tipo siente en su rostro, en sus discursos, en su vida cotidiana, la decepción.

Y en 1980, en agosto, ya empieza a decirle a sus íntimos que está harto, que se va. Está harto de gestionar la normalidad en que se ha instalado el partido; sabe que ya está construido el esqueleto del Estado, pero él no es feliz. Y la normalidad es un puñal tras otro. Afilados. Está tocado. La melancolía no se combate con café con leche y tortilla francesa. Pero él trata de combatir así al ogro del desafecto.

» «Que el Ejército maniobre». Lo que Suárez ve alrededor, el día electoral de 1977, es que excepto Fuerza Nueva todo el mundo rema hacia una ilusión que entonces no se llamaba aún movida. La campaña ha sido rudimentaria, hecha casi con el boca a boca. Y en La Moncloa sigue los resultados desde una pequeña terminal de ordenador cuya pantalla desprende letras de fósforo verde… El resultado es su triunfo, y un alivio, parece, para el Rey.

Había ganado las primeras elecciones. Estaba en condiciones de decir que había acabado él, que fue uno de sus epígonos, con el franquismo. Sus aliados para gobernar aquel país que tenía al Ejército vigilante no estaban en la derecha, él lo sabe, estaban en Santiago Carrillo. La relación había sido rara, y pactada. Con Felipe González desarrollaría más tarde una relación más frecuente, pero Carrillo era un confidente más fiel, o más cómodo o seguro para él. Si la derecha extrema (que quería perpetuarse) hubiera sabido de la frecuencia con que se encontraban, el país a lo mejor hubiera sido aún más explosivo.

Se juntaban en las reuniones de Carrillo y Suárez el que hizo la guerra y era antifranquista y el que no la hizo y fue franquista. 20090613elpepunac_10Sabemos qué pasó, no queremos que se repita. Y Carrillo quería una contrapartida obvia: que el PCE fuera legalizado. No podían celebrarse las elecciones democráticas con su fuerza política en la penumbra. Suárez también lo sabía. Pero quería prendas. Carrillo tenía que aceptar la Monarquía parlamentaria, la Corona. A Suárez no le importaba demasiado que Carrillo no se fiara de un hombre del Régimen. «No importa, no te fíes. Dilo. Me viene bien que lo digas. Ponme verde. No se te ocurra elogiarme».

El pacto fue en casa de José Mario Armero, el presidente de Europa Press. Fumaron hasta el amanecer. Carrillo aceptó la bandera, renunció a la República…, si el clima hubiera seguido así ¡hubiera aceptado hasta el crucifijo!

Y así hasta que se produjeron aquellas renuncias comunistas que fueron cayendo como la ceniza de los incontables pitillos. Carrillo iba a ser legalizado. Y Suárez iba a ser amigo suyo (en la clandestinidad; una amistad aparente era un suicidio…, los militares vigilaban).

Venía el Sábado Santo de 1977, poco antes de las elecciones, y el Ejército seguía vigilante, siguió vigilante. Suárez sabía que el Ejército iba a reaccionar si no actuaba con sigilo, o con audacia. Eligió la audacia, no bastaba con hacerlo en Semana Santa.

Él seguía teniendo muy buenos amigos en Ávila, su tierra natal, y los tenía también en la Academia de Intendencia. Buscó complicidades, allí y aquí, y organizó para abril unas maniobras militares de todas las unidades de Madrid.

¿Para qué, Adolfo?

Él no lo dijo entonces, ni se dijo en aquel momento, nadie lo sospechó en ese instante. Pero en la secreta intención del presidente estaba dejar sin reservas (de gasolina, de armas) los tanques del Ejército.

Así no podría haber movimiento de tropas…, y llegó el Sábado Santo y Suárez pudo ofrecerle a Carrillo (y a los comunistas, y en realidad a la sociedad española) el triunfo principal de su mus democrático: la legalización del PCE. Sin que el Ejército pudiera, aunque hubiera querido, mover pieza.

Cuando se repuso del susto el Ejército, o muchos de sus mandos, ya Carrillo había hecho su rueda de prensa…, «poniendo a parir» a Adolfo Suárez. Lo acordado, una cosa, la legalización, y la otra, arremeter contra el amigo presidente. «Si me pones bien me hundes».

» El papelito. Se habla mucho del papelito que Suárez le hizo al Rey cuando éste era el Príncipe. ¿Lo han visto otros, aparte de ellos dos? Quizá lo vio Torcuato Fernández Miranda; es posible que lo haya visto Fernando Abril Martorell, que fue amigo y vicepresidente de Suárez; y es probable que lo haya visto Constantino de Grecia, el cuñado del Rey. ¿Existió? Un libro de José Ramón Saiz de 1979, el año de las primeras elecciones democráticas, asegura que sí. Lo dice: «Sus ideas claras, imaginación y juventud, despertaron una gran atención de don Juan Carlos. Fue entonces cuando Adolfo Suárez elevó al Rey un informe sobre el desarrollo político de la transición». Según este testimonio, fue dos años antes de ese nombramiento cuando el Rey hizo el encargo. Carlos Abella cuenta también (en su biografía ahora reeditada por Espasa) la trayectoria de ese papel. Franco le había preguntado a Suárez cuando éste le fue a presentar a la junta directiva de la Unión del Pueblo Español. «Esta asociación política», le dijo Suárez a Franco, «no es más que un embrión imperfecto e insuficiente del pluralismo político que será inevitable cuando se cumplan las previsiones sucesorias». Abella cuenta que Franco «le pidió que se quedara, preguntándole por qué había puesto tanto empeño en hablar de que la democracia era inevitable, a lo que Suárez contestó: ‘Porque estoy convencido de que es así, Excelencia. La llegada de la democracia será inevitable porque lo exige la situación internacional. (…) Cuando Franco falte, ese deseo de futuro democrático será imparable». Abella dice que a Franco aquello no debió gustarle mucho, porque a algunos les dijo que Suárez estaba traicionando el espíritu de Herrero Tejedor, su mentor. Y eso fue porque Franco supo que don Juan Carlos le había pedido a algunos colaboradores de Herrero -y también a Herrero- papeles sobre la transición. Y a Suárez le sentó fatal haber creído que don Juan Carlos tan sólo se lo había pedido a él…

Charles Powell, director de la Fundación Transición Española, que está preparando una biografía de Suárez, desconfía de la existencia de ese papelito, aunque es cierto que Suárez, en un coloquio sobre la transición habido en el seno de la Fundación Ortega y Gasset, en 1983, se había referido a que el entonces Príncipe le había pedido opinión en 1971. «Lo contó con mucha gracia», nos decía el historiador Powell. «Decía que en un momento determinado, después de hablar con don Juan Carlos, que las ideas sobre cómo salir del franquismo pasaban por sus manos…, hasta que supo que el Príncipe había consultado también a muchísima gente. ¡No era el único! Lo contó con mucha gracia, y quitándose importancia».

» La alegría, la tristeza. Le pregunté a los dos historiadores qué alegró a Suárez, qué lo hirió. Powell: «Le alegraba contar la entrada de La Pasionaria y de Rafael Alberti al hemiciclo. Le llenaba de emoción contarlo. Y haber convencido a Carrillo para que le ayudara a llevar adelante su proyecto. Contaba la primera reunión, en el chalet de José Mario Armero, como se cuenta una experiencia inolvidable. Haberse ganado a Carrillo. Fue una victoria para él, en contra de Osorio y de Torcuato, que no querían ni que se viera con él. ¿Lo peor? Su relación con su propio partido. Pero no era un hombre rencoroso; todos tendieron a minusvalorarlo, y eso le dio fuerza». Abella: «Hasta en sus derrotas no te lo podías imaginar postrado. ¿Sus errores? No acompañar a las víctimas del terrorismo en los entierros de los ochenta, cuando cayeron tantos compañeros suyos. Su gran momento fue cuando se resolvió la Reforma Política. Estaba exultante. Su gran momento».

mechero-felipe» «Me voy». Supo pronto que se iría; Helmut Schmidt, el canciller alemán, le avisó, en La Moncloa, de que sus correligionarios socialistas irían a por él, con todas las armas. «Pero si me voy». El político alemán le escuchó. Era 1979, tras las elecciones. Los enemigos ya no eran sólo los socialistas; y él había decidido marcharse «en cuanto se organizara el sistema en torno a la Corona». UCD estaba ya en una guerra de todos contra todos, y para seguir Suárez no tenía sino el débil pálpito de sus intuiciones. Decía entonces que él seguiría apoyando incluso a los que lo apuñalaban, si éstos tomaban el mando. Le apuñalaban. Por todas partes. Las turbulencias de 1980 (moción de censura, congreso agitado de UCD) bajan la moral de Suárez y lo ponen en el extremo de la melancolía, donde habita la rabia. En el verano gallego pasa del «no puedo seguir» al «me voy».

Ahí, entre aquellas brumas de verano, pergeña el cambio; si convoca elecciones gana el PSOE, y esa perspectiva considera entonces que puede ser nociva para el sistema que tenía en mente; por eso depositó el legado en Leopoldo Calvo Sotelo, un candidato de consenso entre las familias de UCD que estaban a la greña. El 23-F simboliza el final de un camino; la bruma en la que ahora vive Adolfo Suárez lanza sobre su figura una niebla que nubla también con el aire de las leyendas tanto sus fracasos como sus logros, su ambición, su derrota y su triunfo.

«…Y de tu desventura no murmurar después». Ya no lee a Kipling, ya no sabe nada, sólo que quienes le saludan con afecto son sus amigos. Y cada día se renuevan para él, aunque sean los mismos, y casi siempre son sus hijos. Él no sabe nada. Se levanta, feliz, camina. Se mueve en la historia como un nombre pero su propia memoria es una bruma a la que no llega ni la leyenda.

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No he de callar, por más que con el dedo,
ya tocando la boca, o ya la frente,
silencio avises o amenaces miedo.
¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
Hoy sin miedo que libre escandalice
puede hablar el ingenio, asegurado
de que mayor poder le atemorice…
En otros siglos pudo ser pecado
severo estudio y la verdad desnuda,
y romper el silencio el bien hablado.
Pues sepa quien lo niega y quien lo duda
que es la lengua la verdad de Dios severo
y la lengua de Dios nunca fue muda.

(Francisco de Quevedo)

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Albert Einstein

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Adolfo Suárez en su 75º aniversario

por Jaime Lamo de Espinosa
Ex ministro (UCD)- Catedrático UPM

La Razón

Se cumple el 75 aniversario de Adolfo  y tal fecha merece algunas líneas, unas cuantas palabras, tal vez pocas entre todas aquellas que me gustaría decirle ahora  si él fuera capaz de retenerlas y mantener después la conversación que hoy nos falta a todos los que le queremos.

Hace muchos años destaqué, al glosar la figura de Adolfo, una peculiaridad que se ha acentuado con los años: sus silencios. Desde hace ya años Adolfo no está en la política, su gran pasión y allí donde lucía sus mejores habilidades e inteligencia, pero forma parte de la política y según avanza el tiempo se convierte en un referente más crucial e indiscutible. Y desde hace años esos silencios, antes voluntarios, hoy obligados por la maldita enfermedad que le mantiene en su mundo ensimismado, se han vuelto clamorosos, sonoros. Todos desearíamos hoy oír su voz y conocer su opinión sobre la forma en que su obra –la suya y la del Rey, la Transición – es seguida y valorada, aunque todos sabemos, sin escucharle, cuál sería su juicio en esta materia.

Hace pocas horas se reproducían en otro medio unas declaraciones del año 1980 que jamás se publicaron y que corresponden a un par de meses antes de su dimisión. Su lectura me ha estremecido. Yo le acompañé en su coche aquella mañana desde Moncloa a Zarzuela donde iba a presentar su dimisión minutos después.  Hablamos en el trayecto sobre lo mismo que habíamos conversado durante las dos horas anteriores en su despacho de Moncloa:  las razones de su dimisión.  Y algunas de las palabras que entonces escuché las he vuelto a leer, menos explicitas tal vez, pero tan elocuentes y dolorosas como entonces. “Mi mayor preocupación actual es la convivencia. …Que discrepen, pero civilizadamente… Que no traslademos al país nuestro rencor personal…”.

Jaime Lamo con mi padreJaime junto a mi padre, como siempre…

Adolfo alcanzó su momento estelar en la Transición. Logró que todo el mundo, todas las personas renunciaran a algo en favor de los intereses comunes del Estado, de la nación española. Logró llevar a España de una orilla a otra pero no como el alacrán sobre el lomo de la rana, sino como el auriga sobre una cuadriga de caballos de diferente doma. Y con el tiempo jugando en contra  pues  había que hacerlo rápido ya que el pueblo español no esperaba.  La necesidad era perentoria. Era precisa la celeridad, sí, pero también el consenso, la no exclusión y sobre  ella la renuncia, el sacrificio. ¿Hay que recordar, una vez más,  la solemne y dolorosa renuncia de Don Juan, la del Rey a sus propios privilegios cercenados por la Constitución con su aquiescencia,  las de la últimas Cortes franquistas, las de ciertos partidos – viejos y nuevos- a ciertos símbolos y valores propios, las de una buena parte de la Iglesia o de las Fuerzas Armadas, etc.?

Todo aquello Adolfo lo hizo con el pleno apoyo del Rey y con una identificación total con el mismo. Su lealtad hacia el Rey fue incontestable. Tal vez porque tampoco hubo en el Rey fisuras cuando entre tantos políticos del régimen anterior eligió a aquel sin el cual la obra a desarrollar jamás hubiera sido posible. Más tarde, el 23-F, ambos en la distancia, conjugan el mismo principio.  Suárez elige entre la libertad y la vida y siguiendo el consejo de Don Quijote decide que “por la libertad se puede y se debe aventurar la vida”. Y en ese momento tan crucial le acompaña el Rey, en aquella noche aciaga, aventurando su destino también en pro de la libertad y la res pública.

Se han querido ver muchas veces enfrentamientos entre el Rey y Suárez. Creo estar en condiciones de afirmar que jamás los hubo tan graves como para ocasionar un distanciamiento profundo entre ambos. Aunque hubiera en algunos momentos diferencias de procedimiento, que no de tiempos,  en la ejecución de tal o cual acción política. Y como todo el mundo conoce, una buena amistad no se cimenta sin discrepancias ocasionales. He oído muchas veces a Adolfo hablar, entonces y hasta mis últimas conversaciones con él, de sus relaciones con el Rey. Jamás hallé en ellas nada que no fuera lealtad, reconocimiento, afecto y entusiasmo por su figura.  El otorgamiento por el Rey del  ducado de Suárez con grandeza de España a su cese y el reciente Toisón de Oro – veinticinco años por medio- debieran servir como pruebas incontestables de la muy singular, leal y afectuosa relación entre ambos.

Es pena que ahora, cuando Adolfo cumple su 75 cumpleaños, no esté en condiciones de apreciar el respeto ganado, el aprecio y la consideración que algunos españoles – pocos- le negaron en aquellos meses de finales del  ochenta, el amor de tantos españoles hacia su persona y su figura ganados en el tiempo con el homenaje  a su obra y con la estima por el dolor sufrido en la enfermedad y muerte de su mujer y de su hija Mariam. Pero aunque él no lo pueda valorar nosotros sí podemos y debemos expresarlo. Ese y no otro es el motivo de estas líneas.

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Los que no le llamábamos

Por Carlos Alsina
La Razón
Septiembre de 2007

No le llamábamos Adolfo. Ni siquiera “presidente”. No contábamos años suficientes para andar interesados ni por la alta política ni por las bajas pasiones. Suárez era un señor en blanco y negro que se nos apareció en televisión una tarde de jueves, interrumpiendo la programación infantil para pronunciar aquella palabra –“dimisión”- cuyo significado entonces ignorábamos. Suárez es un señor al que fuimos descubriendo –desenterrando, si quieren- más adelante. Escarbando en la memoria colectiva de un país falsamente desmemoriado. Aquellos de nosotros que ni le conocimos, ni le tratamos, ni le llamamos nunca por su nombre, asistimos hoy fascinados a la historia rabiosamente humana de aquél que una vez alcanzó la cima resbaladiza del poder pasajero, aquél que conoció las traicioneras brumas que anidan en la cumbre. El hombre que lentamente descendió al infierno, roto por el desgarro que produce la partida prematura de quienes amamos. La historia de un hombre paradójicamente rescatado de la amargura por esta enfermedad extraña que va difuminando la memoria y dejando el alma al desnudo. Es su historia personal la que me atrapa. El hombre que habita hoy en su mundo mágico, tan real como pueda ser el nuestro, tan diferente. El mundo en el que los muertos están vivos, y los vivos están lejos. Su mundo, desprovisto de apariencias, ayuno de pretensiones y disimulos, forjado sólo en afectos, los sentimientos al aire, como vigas maestras. A este hombre, en su burbuja protectora, no le alcanza la insidia, no le agrede la infamia, no le asfixia el vergonzante derroche de tanto incienso mortuorio. Este hombre sin memoria se contempla a sí mismo en el espejo y se pregunta: “Tú, ¿quién eres?”. “Soy yo”, se dice, “sea quien sea”. A su lado, ante ese mismo espejo, se mira cada día un niño. Un niño que es Suárez, como él, pero en pequeño. La voz que le acompaña, releyendo discursos que hace treinta años pronunció su abuelo. Es un niño que se parece a él. Que se llama como él. Adolfo Suárez III. Su nieto. Su más leal escudero.

Adolfo, mi padre y Pablo

Adolfo, mi padre y Pablo en 2003

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Adolfo Suárez

Por Laura Campmany

ABC

Adolfo Suárez podía prometerse a sí mismo, y se prometió, que nos llevaría de la dictadura a la democracia, de las imágenes en blanco y negro de «Cuéntame» a las papeletas de colores de las primeras urnas, de la excepción a la normalidad, de la prensa del Movimiento a la prensa del cambio, del Nodo a «La clave», de la cárcel al mitin, del centralismo a las autonomías y del pasado al futuro. Creyó que era posible y, con airoso paso, saltó a un cuerda floja donde, aun soplando el viento, ningún golpe pudiera derribarlo. Hoy se estudia en el mundo esa acrobacia.

Podía prometernos, y nos prometió, un país democrático, moderno y racional, una Constitución que nos sirviera a todos de unión y garantía, un sistema económico eficiente y más equitativo en el reparto, sinceridad, realismo, transparencia, y un gobierno basado, casi a partes iguales, en el sólido cuerpo de las leyes y en el alma flexible de los pactos. Decíamos ayer que España ya era libre. Adolfo cumplió ayer setenta y cinco años. Y es curioso que el tiempo nos encuentre, a nosotros, fatalmente confusos, y a Suárez, en un mundo imaginario.

Tendríamos que habernos prometido toda la reciedumbre de aquel joven valiente. Jurar, en condición de ciudadanos, que nunca volveríamos a tirarnos los libros, las lenguas, las banderas, las fuentes, los retratos. A base de buscarla con mañas de trampero, estamos hoy perdiendo la memoria. Puede que lo que Adolfo ya no guarda en la suya no fuera más que un sueño, un milagro, una tregua. Pudo, en esto o aquello, haberse equivocado. Aquí no hay quien se salve de alguna biografía. Pero si alguna voz le queda dentro, ha de estarle sonando a esa promesa con que puso la paz en nuestras manos.

pasosperdidosTodo era urgente…

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