Concordia y Libertad

jueves, enero 3, 2019

Artículo publicado el La Tercera de ABC el 29 de noviembre de 2018

 

 

Se me pide últimamente que vuelva la vista cuarenta años atrás para escribir sobre nuestra Constitución de la Concordia de 1978 cosa que, como bien saben, no me cuesta trabajo alguno. Pese a ello, y sin dejar de atender la petición que se me hace, me van a permitir que les invite a irnos un poco más lejos para empezar… Y lo hago, porque si volvemos los ojos a la Castilla de 1450 veremos una incipiente nación dividida por las guerras de sucesión, el caos y la corrupción bajo los reinados de Juan II, Enrique IV y su medio hermano Alfonso, hasta que, en 1474, asume el trono Isabel la Católica. Cuando treinta años después muere Isabel, esa Castilla, convertida ya en España, no solo era la nación hegemónica en Europa, era la nación hegemónica en el mundo. Sin complejo alguno podemos afirmar que esa hazaña es solo comparable a la Roma de Trajano. Y a esa Roma, se le puede comparar en lo artístico, en lo político, en lo económico, incluso en lo social; pero no es comparable, ni mucho menos, desde el punto de vista espiritual. En ese campo, el imperio español de aquellos tiempos estaba muy por encima del que estuvo el romano nunca.

Si nos acercamos un poco más en el tiempo a la petición recibida, hasta 1975, veremos que, en esta ocasión, no nos hicieron falta treinta años, nos hicieron falta solo tres. Tres años para despejar los malos augurios y asombrar al mundo con una transición política ejemplar y única que, todavía hoy, se sigue estudiando en las universidades más prestigiosas del mundo. Esa transición modélica y ejemplar que asombró al mundo entero, no asombró por tener un rey joven, moderno, políglota. Tampoco asombró al mundo un presidente audaz y comprometido con la democracia. Y tampoco lo hizo una Constitución moderna, respaldada por un pueblo entero y homologable a la de cualquiera de nuestros vecinos. Lo que de verdad convirtió en excepcional todo aquel proceso, fue la forma en la que se hizo. Algo tan sencillo como eso, la forma. Que un país dividido, recién salido de una guerra fratricida, tras cuarenta años sin libertades políticas, fuera capaz, sin quebrantar una sola ley, de levantar un Estado social y democrático de derecho bajo la forma de una moderna monarquía parlamentaria a través del diálogo y el acuerdo casi unánime, era algo inédito. Por fin, la concordia entre los españoles fue posible.

Se me pregunta a menudo por la receta… y es tan sencilla como difícil de aplicar. Dos fueron los ingredientes: fijar objetivos comunes y aceptar sacrificios personales. Su aplicación llevó a España a una transformación extraordinaria. Pero la transformación fue extraordinaria porque fuimos una sociedad extraordinaria. Extraordinariamente exigente a la hora de fijar objetivos comunes para toda la Nación. Fuimos una sociedad extraordinariamente exigente a la hora de fijar el compromiso personal de cada uno para con su Nación. Y fuimos, también, una sociedad extraordinariamente generosa abandonando los intereses particulares de cada uno, por muy legítimos que fuesen.

Decía mi padre: «Creo que la piedra angular sobre la que, en nuestra transición, se asentó la democracia, consistió precisamente en la implantación política y vital de la concordia». Después de esto, es difícil no asombrarse con lo que vemos y escuchamos hoy en nuestra querida España. Y lo digo porque la Constitución es el gran instrumento que impide la persecución del discrepante, iniciada con Fernando VII, y la casa común de la mejor España. La que quiere trabajar y convivir en paz y en libertad. La que no quiere que la excelencia, personal o colectiva, sea invocada como fuente de privilegio, si no puesta al servicio de los demás.

Aprendí de Julián Marías el enorme valor de la ilusión; esa ilusión que él entendía como una esperanza cuyo cumplimiento nos es especialmente apetecible; como el motor que es capaz de hacernos perseverar frente a las dificultades; o, mucho más bonito todavía, como esa capacidad de imaginar un futuro mejor por el que merece la pena luchar. Yo, en nombre de quien ya no puede hacerlo, debo invitarles a todos, a cada uno desde su sitio e ideología, a construir ese futuro común sobre los principios y valores en los que fundamentamos, no solo nuestra existencia como personas, sino también como Nación, y lo primero para ello, es no permitir jamás que ese futuro se construya al margen nuestro.

Creo que es importante homenajear a nuestros próceres, ellos son un modelo a seguir en esa construcción interminable de nuestro país. Esto, en nada contradice el derecho de toda generación a escribir su propio futuro, solo reclama tener en cuenta lo grande y bueno que se ha hecho antes para ser capaces de volar más alto y más lejos.

Pocos lugares en España se asemejarán más a un panteón de próceres que la catedral de Ávila. Allí descansan los restos de dos grandes hombres. Uno, mi padre. El otro, Claudio Sánchez Albornoz, presidente de la República en el exilio, historiador insigne, gran hombre y liberal por convicción, le escribía a un amigo suyo en 1973: «Deseamos que mañana, curados de la locura tradicional de la estirpe, hallemos una senda de concordia y libertad. La historia de España permite arraigar la esperanza de que es posible enderezar nuestro camino».

Si uno esto al epitafio que tuve el honor de grabar en la lápida de mi padre: «La concordia fue posible», y a la profunda convicción de que nada está definitivamente ganado, ni nada está definitivamente perdido; de que todo depende de la ilusión, el esfuerzo, la convicción que pongamos en conseguir los objetivos que como Nación seamos capaces de marcarnos, me hace albergar la esperanza de hacer renacer la concordia entre todos los españoles. Con todo el respeto que merecen estas palabras y con toda la humildad a que me obliga el reconocimiento de mis propias limitaciones, les puedo prometer y les prometo que voy a dedicar el resto de mi vida a que eso sea posible.

 

 

 

Balance tras 40 años

jueves, diciembre 6, 2018

Artículo publicado en Expansión el 6 de diciembre de 2018

 

 

 

Para un empresario, siempre es buen momento de hacer un balance de situación de su empresa y repensar estrategias a la luz de los datos. Creo que el cuadragésimo aniversario de nuestra Constitución, la
Concordia, es sin duda una oportunidad extraordinaria para realizar un ejercicio de ese tipo.

Es obligado preguntarnos si ha servido al fin para el que se diseñó ese “plan de negocio”, identificar problemas encontrados durante su ejecución, posibilidades de reforma y, en su caso, vigencia de cara al futuro. Insisto, nada extraño para cualquier responsable de una cuenta de resultados.

Teniendo en cuenta que el objetivo principal de la Constitución del 78 era devolver la soberanía al pueblo español y dotarle de un marco de convivencia estable en el que pudieran gobernar partidos de distinta ideología, la respuesta no puede ser más positiva. Si repasamos la historia de nuestra Empresa/Nación, no tardaremos en descubrir que, en los 500 años desde su fundación, solo hemos tenido cuarenta en los que confluyan Democracia, Paz, Concordia y Prosperidad Compartida. Precisamente los cuarenta últimos.

Es también muy cierto que hay problemas evidentes y muy graves, pero ¿de verdad son achacables a la Constitución en si misma? Quizá una de las críticas más recurrentes a nuestra Carta Magna se refiere a las autonomías, sus competencias y algunas deslealtades… Pero vayamos por partes. Echarle las culpas de los problemas de funcionamiento de las Comunidades Autónomas a nuestra Constitución, es como echarle la culpa de los muertos en accidente de tráfico al inventor de la rueda. El Capítulo Octavo hace un buen diseño que ha servido para dar un impulso muy importante al desarrollo de cada una de nuestras regiones, pero -siempre hay un pero-, quedaba un cierto margen que debía garantizarse con lealtad y responsabilidad. Desafortunadamente no siempre fue así. Y no se equivoquen; la culpa no es solo de los nacionalistas, es también nuestra. Del Partido Popular y del Partido Socialista; porque la culpa no es solo de quien injustamente pide, si no también de quien injustamente da. Y esos fuimos nosotros. PP y PSOE, incapaces de pactar el uno con el otro y ceder determinadas exigencias mutuas, preferimos pagar con dinero y prebendas, porque era más fácil comprar que convencer. Desgraciadamente, al cabo de varios años y varias alternancias, el dragón ha tomado proporciones descomunales. Los partidos constitucionalistas deben garantizar la estabilidad de un gobierno constitucionalista -para que cumpla su programa- sin necesidad de pagar peajes a los nacionalismos insaciables y desleales. Si no se hace así, además de acabar cumpliendo su programa, veremos igualmente cumplidas las indeseables aspiraciones de los que solo buscan la destrucción de España y su propio beneficio. Buena prueba de esto es lo que está aconteciendo con este último Gobierno, tan legal como incomprensible. Es para mi una verdadera decepción ver a un partido tan digno de elogio y compañero en la construcción de la magnífica España que surgió de la Transición, patear todo su prestigio ganado con el esfuerzo y la sangre de muchos de sus militantes, de la mano de aquellos que no buscan otra cosa que la desmembración de España o de partidos que defienden el uso de la violencia, -incluso contra uno de los padres de la Constitución- la extorsión y el asesinato. El precio es muy alto. Merecerá la pena si esta etapa de ignominia acaba pronto, no nos trae mayores consecuencias y somos capaces de aprender. Nosotros, en el PP, les puedo asegurar que hemos aprendido.

Apuntaba al principio que en todo ejercicio de balance debe incluirse un capítulo dedicado a posibles reformas y acciones de futuro. Y distingo unas y otras. Respecto de las acciones, entendiendo por tales aquellas que no necesitan reformar el texto constitucional, creo que debemos incluir dos fundamentales, al margen del entendimiento propuesto más arriba: una reforma integral de la Educación para todo el territorio nacional y una reforma no menos integral de la Justicia.

La sociedad de hoy exige a un Sistema de Educación para el conjunto de España que garantice la pujanza de nuestra sociedad en los años venideros, sin buscar en la reforma la perpetuación de una ideología que nos “garantice” a “unos” el poder frente a los “otros”. El único objetivo de esa reforma debe ser la formación integral de nuestros jóvenes, garantizando un nivel mínimo para todos -incluyendo todo el territorio nacional- y estableciendo los sucesivos grados en consonancia a las grandes exigencias que esos hombres y mujeres deberán afrontar en el futuro. Todo ello dentro de un marco de libertad que garantice a los padres, de forma efectiva, el derecho al tipo de educación que quieren para sus hijos. Incluida la religiosa.

Este país exige también una reforma la Justicia que le devuelva a esta institución la confianza de los ciudadanos y la dote de los medios modernos que necesita, empezando por un sistema informático único y un buen diseño de la oficina judicial en todos sus extremos. Debe incluir esa reforma un sistema de gobierno verdaderamente autónomo e independiente de los partidos. Eso no excluye que sea el Gobierno y el Parlamento quienes marquen la política de justicia y su control tal y como les corresponde.

Reformas como tales hemos visto unas cuantas, algunas tan sensatas como la que hace referencia al equilibrio presupuestario, tan difícil de tragar para políticos demagogos. Toda generación tiene derecho a construir su futuro, pero la reforma constitucional, sin ser tabú, no puede ser tomada como arma contra tu adversario político. Para llevarla a cabo, debe ser identificado un problema común, una solución razonable y que esta sea discutida de forma discreta entre todos los participantes. Una vez consensuada, podrá ser propuesta como tal reforma al conjunto del país.

Visto todo esto, no puedo si no afirmar que nuestra Constitución de la Concordia sigue siendo válida hoy en día. Sigue siendo el muro que impide la inveterada costumbre española de perseguir al discrepante y sigue teniendo la capacidad de marcar el campo de juego para que muy diversos partidos puedan seguir haciendo prosperar a nuestra gran Nación. Necesita, eso si, de una sociedad mucho más exigente con los políticos y consigo misma, para impedir desmanes intolerables, pero para ello, solo nos hace falta entender que todo depende de cada uno de nosotros…

 

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