La Concordia no se impone

viernes, mayo 29, 2020

La Concordia no se impone

 

Artículo publicado en El Mundo el día 29 de mayo de 2020

 

 

“Con frecuencia se confunde la concordia con el conformismo y con la uniformidad y creo que nada tiene que ver con ellos. Su raíz estriba precisamente en el pluralismo, la libertad y la solidaridad. Sin ellas no es posible la concordia. La concordia jamás se impone, se busca en común y se realiza con el esfuerzo de todos…

La transición fue, sobre todo, a mi juicio, un proceso político y social de reconocimiento y comprensión del distinto, del diferente, del otro español, que no piensa como yo, que no tiene mis mismas creencias religiosas, que no ha nacido en mi comunidad, que no se mueve por los ideales políticos que a mí me impulsan y que, sin embargo, no es mi enemigo sino mi complementario, el que completa mi propio yo como ciudadano y como español, y con el que tengo necesariamente que convivir porque sólo en esa convivencia él y yo podemos defender nuestros ideales, practicar nuestras creencias y realizar nuestras propias ideas.”

Todo esto es parte del discurso con el que Adolfo Suárez González aceptaba el premio Príncipe de Asturias de La Concordia en el año 1996. Anteayer resonaban, con fuerza inusitada, esas palabras en mi cabeza durante la sesión de control que vivimos en el Congreso. Me era muy difícil creer lo que estaba escuchando.

Sé que no son buenos tiempos para los que creemos profundamente que la Concordia es posible. Nunca lo son. Siempre hay quien la confunde con el conformismo, con la equidistancia, con la tibieza, con la mansedumbre, incluso con la falta de convicciones. ¡Qué error, qué inmenso error! Todo lo contrario. Hace falta mucho valor para no contestar al mal con el mal mismo. Hace falta mucho valor y muy profundas convicciones para no caer en la trampa que, permanentemente, tienden los espíritus totalitarios respondiendo a sus provocaciones con sus mismas armas: el insulto, la descalificación y la retórica violenta, por muy brillante y cargada de verdad que esté. El mismo Suárez llegó a decir en su discurso que “en algún momento he llegado a pensar que yo fui víctima política de la práctica de la concordia. Pero si así fue, me enorgullezco de ello.”

Es difícil imaginar nadie menos legitimado para pedir respeto que el vicepresidente segundo don Pablo Iglesias, quien no pierde ocasión de faltar al respeto a los demás cada día que amanece. No imagino nadie con menos derecho para invocar la concordia que él, que de manera consciente y premeditada que va sembrando la discordia por donde va pisando. No imagino a nadie menos legitimado que él para reclamar el espíritu de la Transición y la Constitución de la Concordia, después de todos los esfuerzos que ha dedicado para descalificar y acabar con lo que él mismo llama, despectivamente, “el régimen del 78”.

Me llama profundamente la atención que quien no vivió el horror al que nos llevó el odio de los primeros años treinta nos invite, con extrema irresponsabilidad, una vez más al odio hoy. Ni puedo entender que quien se emociona viendo cómo una turba rabiosa apalea a un miembro de una policía plenamente democrática, hasta casi la muerte, me venga a invocar ahora la figura de Carrillo y reclamarla como precursor suyo. Pues a él le digo, que los que hemos tenido la oportunidad de conocer a fondo a Carrillo, podemos decir que ha habido dos Carrillos importantes para la historia de España: uno primero, el del 36, por decirlo de alguna forma. De ese no me quiero ni acordar. El otro, el del 76, consciente de todo el sufrimiento que causó el odio al que él mismo nos había encaminado, fue uno de los cimientos básicos de la transición pacífica que protagonizamos todos los españoles y de la que nos podemos sentir legítimamente orgullosos. Por desgracia, el vicepresidente segundo, por mucho que juegue ahora suavizar el tono de su voz, mientras eleva la radicalidad de sus palabras, está mucho más cerca de aquel primer Carrillo que del segundo, el que sí merece todo respeto y reconocimiento.

Todo eso es bien cierto, pero los españoles tenemos ejemplos de que otra España es posible. Si el Rey o el Presidente Suárez hubieran esperado a ser respetados para ofrecer respeto, todavía seguiríamos esperando. Jamás hubiera sido posible esa Concordia con mayúsculas que nos devolvió la Transición.

Yo fui testigo directo del abrazo de perdón que se dieron en Moncloa el hijo de un fusilado por Carrillo y el propio Carrillo. El hijo de aquel fusilado era entonces el ayudante militar del Presidente del Gobierno, y Carrillo una de las visitas programadas aquel día. Cuando aquel hombre, emocionado, nos contó al final del día lo que había sucedido con su padre, nos estremecimos. Aquel abrazo no fue un pacto del olvido. Ambos recordaban perfectamente lo ocurrido y ambos, representando a esa España eterna, tan cursi para algunos, decidieron poner fin al odio y culminar el camino de la reconciliación, iniciado mucho antes. Decidieron, simplemente, dejar de responder al mal con mal. La concordia no se impone jamás, se construye con el esfuerzo de todos y, principalmente, con el ejemplo propio. Empezando por quien más responsabilidad tiene, sin que su ausencia nos exima a los demás de la nuestra.

“Creo que la piedra angular sobre la que, en nuestra transición, se asentó la democracia, consistió, precisamente, en la implantación política y vital de la concordia civil. Y eso debíamos conseguirlo desde el pluralismo que, realmente, se daba entre nosotros. Desde la tolerancia y desde la libertad.” Esto decía también Suárez en ese famoso discurso. Quizá sea la clave de todo: la tolerancia desde la libertad. Esas son las armas con las que se combate a los intolerantes y a los totalitarios. Por mucho que nos jaleen algunos a los responsables políticos cuando sacamos los pies del tiesto y arremetemos con vehemencia y sin el respeto debido a quien nos faltó a nosotros, la inmensa mayoría de los españoles asisten atónitos a un enfrentamiento que ni entienden, ni comparten, ni desean. Yo no estoy aquí para dar lecciones a nadie, bastantes veces he tropezado para eso. Pero sí puedo recordar algunas de las lecciones magistrales que hemos recibido los españoles de nuestros mayores, y maestros ha habido, gracias a Dios, de todos los colores políticos.

Permítanme terminar con unas palabras de un abulense de bien que, en el año 1973, le escribía a un buen amigo suyo. Fue presidente del gobierno, está enterrado en la catedral de Ávila y, no, no es Suárez. Es Claudio Sánchez Albornoz. Decía así: “Deseamos que mañana, curados de la locura tradicional de la estirpe, hallemos una senda de concordia y libertad. La historia de España permite arraigar la esperanza de que es posible enderezar nuestro camino». Ojalá aprendamos todos y enderecemos el rumbo. No nos podemos permitir el volver a fracasar. Y para aquellos más preocupados por lo táctico, les diré que la concordia es eminentemente práctica. En ella reside el extraordinario atributo de poner en evidencia a quienes siembran la discordia. Eso, en política, también sirve. Y falta nos hace. Aprendamos del pasado e instauremos el presente eterno a través de la concordia. Es Posible.

 

Apenas les separan unos metros…

Concordia y Educación

martes, enero 21, 2020

Artículo publicado en la Tercera de Abc el  21 de enero de 2020

 

 

 

La tremenda frase pronunciada por la ministra Celaá, en la que aseguraba de forma categórica que “los hijos no pertenecen a los padres”, pone de manifiesto su manera autoritaria de entender el poder; deja al descubierto su desviada interpretación de lo que es un mandato democrático; nos permite vislumbrar su inaceptable vocación del ejercicio del cargo público como imposición de las convicciones particulares e íntimas al conjunto de la sociedad; nos traslada la falta de respeto que tiene por la libertad y la concordia social, que no es otra cosa que el respeto por el “otro”, por el discrepante, por el que no piensa como yo y que, no por ello, es mi enemigo, ni deja de ser titular de los mismos derechos que a mi me asisten por estar recogidos en la Constitución Española de 1978 -la llamada Constitución de la Concordia- y en la Declaración Universal de Derechos Humanos de la O.N.U. -a la que tanto invoca cuando cree que le conviene-. Esta última establece, textualmente, en su artículo 26.3: “Los padres tendrán el derecho preferente sobre el tipo de educación que habrá de darse a los hijos.” Por su parte, y en absoluta concordancia con ese precepto, nuestra Constitución, en su artículo 27.3, ordena a los poderes públicos garantizar el “derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones.” No existe un derecho de propiedad sobre los hijos, ni sobre nadie, pero sí un deber de educar y un derecho a hacerlo de determinada manera; manera que solo pueden y deben elegir los padres.

En esta visión, compartida por todo el Gobierno, contrasta la rotundidad con la que se afirma que los hijos no pertenecen a los padres para negarles su derecho a no verlos instruidos en asuntos de índole moral alejados de sus propias convicciones, con la laxitud y tolerancia con que afronta, ella misma, las exigencias de los separatistas vascos y catalanes, haciendo total dejación de sus funciones para posibilitar el adoctrinamiento independentista en esas dos regiones de España. En lo que sí es coherente, es en su desacierto a la hora de comprender lo que tan claramente expone el citado artículo de nuestra Carta Magna. Pero me es imposible aceptar que la señora ministra padece de una insuperable incapacidad en su comprensión lectora. Sería una falta de respeto que no estoy dispuesto a cometer. Sería, además, un grave error. ¿Dónde está, pues, el problema? Está en el sectarismo permanente que preside su actuación; en la concepción autoritaria del poder que tiene; en una tan pretendida como inexistente superioridad moral de la izquierda radical que, además, tacha de extremista a todo aquel que osa oponerse a sus planes o disentir, así lo haga con todo el respeto del mundo, como intento hacerlo yo.

Quienes así piensan, suelen alcanzar el poder -cuando lo hacen por vías democráticas, como es el caso- a base de prometer un paraíso terrenal que llegará, inexorablemente, tan pronto ocupen ellos el gobierno de la Nación. Para desgracia colectiva, lo cierto es que, una vez producido tan feliz acontecimiento, el edén no solo no llega, sino que parece alejarse cada día más. La inmediata reacción ante el propio fracaso es afirmar que el cielo prometido no se alcanza debido a la radical oposición de “las derechas” con su permanente bloqueo de las reformas “progresistas” que abandera esa “izquierda integradora”.

Tras esta empírica constatación, no tardan en proponer una solución inmediata al problema, consistente en una reforma legislativa -constitucional, si es que pueden hacerlo- para dar mayor poder al Gobierno de turno frente a la oposición. Una vez conseguidas esas reformas, y constatada nuevamente su incapacidad para arribar al vergel tan deseado, en lugar de reconocer su propia incompetencia, invariablemente, vuelven a culpar de su fracaso a la radical oposición; todo ello para volver a solicitar, una vez más, un incremento de sus poderes que, esta vez sí, les permitan la ansiada y prometida felicidad suprema que se antoja ya al alcance de los dedos. Lejos de ello, la realidad nos enseña, con tozuda contundencia, que esto se acaba convirtiendo siempre en una espiral autoritaria que solo termina cuando el Gobierno alcanza el poder absoluto, momento que suele coincidir con aquel en el que la sociedad alcanza la ruina absoluta. Este proceso, que alguno puede tachar de exagerado, lo hemos vivido muchas veces a lo largo de la historia, incluso en países muy desarrollados social, cultural y económicamente. Tenemos un ejemplo reciente en nuestra querida y hermana Venezuela.

El profundo radicalismo que encierra la desafortunada frase de la señora Celaá no debe ser pasado por alto. No debe ser infravalorado. Ni debe ser combatido con igual radicalismo e ineficacia. La sociedad española tiene un reto pendiente -permanentemente pendiente diría yo- que no es otro que el de la Reforma Educativa. Una profunda reforma, consensuada, que garantice la pujanza de nuestra sociedad en los años venideros, sin sembrar en esa reforma una ideología que nos perpetúe en el uso del poder a los “unos” frente a los “otros”. El objeto de esa reforma no debe ser otro que la verdadera preparación integral de nuestros jóvenes. Debemos establecer un nivel mínimo para todos y escalar los sucesivos niveles en consonancia con el de las enormes exigencias técnicas y profesionales que van a presentárseles en el futuro y en función de las capacidades de cada uno. Todo ello debe hacerse respetando un marco de libertad que garantice a los padres -a todos y de una forma efectiva- el derecho al tipo de educación que quieren para sus hijos, incluyendo, tal y como establece el ya citado artículo 27.3 de la Constitución,  la religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones. Ello no obsta la difusión apartidista de los valores superiores que, desde el punto de vista político, proclama la Constitución de la Concordia como base de nuestra convivencia. Una exitosa convivencia desde hace ya cuarenta años.

 

 

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