El Espíritu de la Transición
domingo, septiembre 18, 2005
Publicado en El Mundo el 18 de septiembre de 2005
Mucho he oído hablar del gran homenaje institucional que merece la figura de Adolfo Suárez González –más aún después del radiofónico que le ofreció Luís del Olmo-, pero hablando y hablando se nos fue pasando el tiempo… y se hizo tarde. Hoy el Presidente Suárez ya no puede recibir el tan merecido homenaje. Pero esto no es grave –y lo dice su hijo sin el más mínimo atisbo rencor- por dos razones: primero, porque él jamás tuvo como motor de su actividad política el reconocimiento social, sino el profundo convencimiento de estar obrando en beneficio de todo un pueblo –aún a sabiendas de lo impopular de ciertas decisiones a corto plazo-; más aún, me atrevería a decir que uno de sus grandes aciertos fue no presentarse él mismo como autor de La Transición y favorecer hasta el extremo la “autoría colectiva”. Segundo, porque todavía estamos a tiempo de rendir el verdadero homenaje que se merece Adolfo Suárez: el respeto profundo a su obra, La Transición, y lo que ello encierra.
El proceso político vivido en España bajo el mandato de mi padre y conocido como La Transición, tenía –y así estaba diseñado desde el año 68- un objetivo fundamental: una nueva Constitución en la que cupieran todos los españoles. Ese objetivo quedó plenamente alcanzado con la aprobación de nuestra actual Constitución el 6 de diciembre de 1978. Es justo, por tanto, considerar esa Constitución como el fruto principal de toda aquella actividad política.
La Constitución del 78 no nació con vocación de perfección técnica en ningún aspecto, ni podía acabar siendo el resultado de la imposición de unos sobre otros; simplemente debía ser el marco de convivencia estable y pacífica entre todos los españoles. Hoy creo poder decir con orgullo que esa Constitución nos ha brindado a todos los españoles el periodo de paz, democracia y progreso social y económico más largo de toda nuestra historia.
¿Por qué un instrumento “tan imperfecto” ha resultado tan eficaz? En primer lugar porque tiene su origen en la necesidad común. España entera demandaba a gritos las reformas y hubo una clase política que supo conectar con su pueblo para impulsar esas reformas: ¿recuerdan aquel famoso discurso de “elevar a nivel político de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal”? Es toda una lección, tan sencilla como extraordinaria, de conexión entre un líder y su pueblo. Tan sencilla y extraordinaria como el propio Adolfo Suárez. En segundo lugar, porque todo el proceso fue pilotado por un personaje con una cualidad excepcional y vivida en grado heroico: el desprendimiento.
El Rey – entonces Príncipe – y Adolfo Suárez diseñan en Segovia en los años 68 y 69 todo el proceso de La Transición con una precisión de detalles que sorprendería a más de uno que se ha pasado la vida hablando de la proverbial capacidad del Rey y Suárez para improvisar. Cuando unos años más tarde Torcuato Fernández Miranda –querido y admirado- está “en disposición de dar a Su Majestad lo que Su Majestad le ha pedido” y finalmente Don Juan Carlos I nombra Presidente del Gobierno a Adolfo Suárez el tres de julio de 1976, el Rey – en palabras de mi padre – “se la juega, pero no hace una apuesta ciega”. Los dos sabían perfectamente lo que querían hacer, el problema era si serían capaces… y lo fueron.
Del profundo empeño en la consecución de ese objetivo –“no quiero que la democracia vuelva a ser tan sólo un paréntesis en la vida política española”- nace el desprendimiento de Suárez que le lleva a ser inusualmente generoso, respetuoso y leal con toda la oposición. Aún cuando no recibiera el mismo trato a cambio. No he vuelto a ver desde entonces ese respeto por el adversario en la vida política. Es más, hoy la mayor parte de la confrontación política se basa en el desprecio y el enfrentamiento personal. En ese clima de enfrentamiento no es, en absoluto, recomendable el abordar reformas constitucionales –mucho menos de forma indirecta a través de los Estatutos de Autonomía-, ya que más parece que lo que se pretende es el imponer, ante una coyuntura favorable, objetivos que no se alcanzaron en el 78 por falta de acuerdo. En este sentido, cabe decir que todo aquello a lo que se renunció entonces, bien renunciado está.
Permítanme que les cuente una anécdota poco conocida de aquella época. En Moncloa se había retomado, poco antes, la figura de los Ayudantes Militares –hecho este no exento de una gran carga política muy necesaria en aquellos tiempos-. Aquel día prestaba sus servicios como ayudante don Joaquín de Ariza y Arellano, comandante del arma de caballería. Había sido citado Santiago Carrillo. Al llegar Carrillo, el Presidente, ocupado todavía con el asunto anterior, le rogó a su ayudante que recibiera al secretario general del Partido Comunista de España y lo atendiera mientras él concluía. Eso hizo el ayudante durante largo rato, hasta que el Presidente le pidió que hiciera pasar a Carrillo.
Finalizado el día de trabajo del Presidente y antes de subir éste a la vivienda oficial, el ayudante le pidió unos instantes de atención para un asunto personal. El comandante Ariza le dijo: “Presidente, es un honor servir a España a tu lado y estoy convencido del acierto en el camino que has emprendido, pese a la mayoritaria incomprensión de mis compañeros de armas. Te digo esto, incluyendo lo que me has pedido ésta tarde de atender a Santiago Carrillo”. En ese momento, el comandante Ariza toma la cartera de su bolsillo y, sacando una foto de su interior, se la enseña al Presidente. En ella se podía ver el rostro de un hombre de mediana edad que yace muerto en el suelo con un tiro en la frente. “Querido Presidente: ese hombre es mi padre. Fue asesinado en las tapias del cementerio de La Almudena de Madrid. Ha sido muy difícil para mí el atender a Carrillo, pero lo he hecho con el convencimiento de que era mi deber y en la seguridad de que estás haciendo lo que España necesita.”
Aquel hombre, nada docto en política, había comprendido, como la gran mayoría de los españoles, el “Espíritu de la Transición”. Había sido capaz de superar sus odios y rencores del pasado en aras de un futuro, incierto por aquel entonces, hacia el que se encaminaba su patria. Fundamentalmente, en eso consistió ese mágico proceso: todo el mundo, insisto, todo el mundo, renunció a algo a lo que pensaba tenía derecho y todos obtuvimos a cambio un futuro de paz –el más largo se nuestra historia- que hoy seguimos disfrutando y cuyo marco fundamental es la Constitución de 1978.
Como he dicho al principio, ese mágico proceso histórico resultó un éxito por que nació de la propia sociedad y, en íntima conexión con ella, fue liderada por unos responsables políticos que supieron ceder parte de sus exigencias en aras de un acuerdo global y común.
Hoy, me preocupa profundamente oír a responsables políticos hablar de “reformas constitucionales” e incluso de “abrir un nuevo proceso constituyente” desde posiciones de partida diametralmente opuestas a las de entonces. Quienes tales reformas propugnan lo hacen primero, desde la exigencia y no desde la necesidad común; segundo, con desprecio evidente hacia los adversarios políticos; y, por último, sus reformas – quitando quizá la referente a la sucesión- nada tienen de “clamor en la calle”.
¿Se imaginan un Suárez en la Transición dando la espalda y arrinconando al PSOE, a AP, a CíU, al PNV, al PCE o cualquier otro partido por pequeña que fuera su representación parlamentaria en la negociación de la Constitución o de los Estatutos de Autonomía?… No se dan hoy ni el verdadero talante, ni la altura de miras necesaria para llevar a cabo una reforma de nuestra Carta Magna; ni parece verse en la sociedad la necesidad de una reforma que tiene más que ver con el reparto de poder entre políticos que con la búsqueda de unas mayores cotas de bienestar entre los españoles
La Constitución no es algo inamovible. Puede ser reformada, pero habida cuenta del éxito que nos ha propiciado, las reformas que se acometan deben realizarse con la misma mayoría con que nació y con el mismo respeto hacía todos con el que fue redactada. Eso por no hablar de la conexión que debiera darse entre reforma y demanda social, pero eso es tema para otra ocasión…
Absolutamente todos nuestros políticos están echando por tierra el Espíritu de la Transición. Es triste pero no me identifico con ninguno de ellos precisamente porque no llevan a la práctica aquella forma de hacer política con coherencia; con valor y valores, con diálogo y consenso, sin rencores ni reproches y con mucha determinación. Espero que llegue algún día, por el bien de España, en que ese Espíritu vuelva a palparse en la clase política. Excelente artículo Adolfo…
Han pasado casi cuatro años desde que lo vi en El Mundo y… podría volver a publicarlo hoy. Nos hacen falta políticos como su padre. Un abrazo para él y para usted.
La foto de su padre y el Rey, que publica en este artículo ¿Dónde es tomada? ¿se sabe el fotógrafo?
Muchas Gracias.
Siento no poder complacerla. Es una foto que me enviaron pero desconozco el lugar y el fotógrafo…