Volver a ilusionarse
jueves, mayo 17, 2007Artículo publicado en EL Mundo
Es sorprendente la continua llamada a la moderación y al consenso que se hace desde el Gobierno. Digo que sorprende, no porque no coincida con lo que la ciudadanía quiere, que coincide, sino porque contrasta vivamente con lo que, a renglón seguido, pone en práctica. Alguno podría pensar que esta disparidad entre lo que se dice y lo que se hace es moneda habitual entre la clase política, y… desgraciadamente, tendría que asentir. Hasta aquí nada relevante en una legislatura de normalidad. Sin embargo, no vivimos una legislatura de normalidad. El mismísimo Presidente, con una gran dosis de imprudencia, se ha encargado de pregonar a los cuatro vientos que esta es una “segunda Transición”; pero al tiempo, y no tan abiertamente, se preocupa de deslegitimar la “auténtica” dando un salto en el vacío hasta 1931. Todo ello por entender que, aquella, se hizo bajo presión y desde la derecha que, “como todos sabemos”, carece de legitimación democrática alguna. Lo cual es categóricamente falso. Si a esto le unimos los socios de gobierno elegidos… obtenemos ese batiburrillo de inconsistencia y liviandad con el que se están abordando temas capitales para el desarrollo futuro de nuestro país como son la educación, el agua, la política internacional, la independencia de la Justicia –inexistente ya desde 1985, seamos serios- y, muy especialmente, el modelo territorial y la lucha antiterrorista. Eso si, todo bajo la impoluta máscara de la búsqueda del ansiado consenso.
No quiero volcarme en loas que puedan entenderse interesadas, pero estarán conmigo si les digo que, si alguien busca con sinceridad el consenso, no hay mejor lección en toda nuestra historia que la dictada por nuestra clase política durante el período 1976-1978. Ningún Gobierno ha estado en mayor precariedad o ha sido sometido a mayores presiones desde todos los ámbitos que los de aquellos tiempos. Sin embargo, su templanza, moderación y sinceridad en la búsqueda del consenso, unido a un profundo respeto al adversario –que no disminuyó aún no siendo correspondido por algunos sectores de la oposición-, dieron sus frutos. Todos aquellos acuerdos quedaron plasmados en la Constitución de 1978, la primera constitución española fruto del consenso y no de la imposición.
Aquel acuerdo solucionó muchos de nuestros atávicos problemas y sentó las bases para, con su posterior desarrollo, ir atacando eficazmente los demás, manteniendo un margen de juego amplio a las ideologías. Usando palabras que no son mías, se construyó una gran casa en la que cabían todos.
El éxito fundamental de todo el proceso fue el responder a los deseos de un pueblo. Casi todas las reformas introducidas, y subrayo el casi, fueron fruto de una demanda social preexistente, a la que se dio oportuna satisfacción.
Ello contrasta fuertemente con el desorden con el que se nos proponen hoy las distintas reformas constitucionales –pues eso es lo que encierran la mayor parte de las reformas estatutarias- y la distancia que hay entre tales reformas y una sociedad que las percibe más como un reparto de poder y dinero entre políticos, que como un verdadero intento de alcanzar mayores cotas de bienestar para los ciudadanos.
Es cierto que vivimos un momento de incertidumbre, pero no es menos cierto que esa incertidumbre está fundamentalmente causada porque el Gobierno ha decidido romper, unilateralmente, el acuerdo que mantenía con el PP en los grandes asuntos de Estado; fundamentalmente dos: modelo territorial y lucha antiterrorista. ¿Por qué? Es evidente el deseo que hay, por parte de la extrema izquierda y los nacionalistas, de aprovechar la coyuntura para imponer sus deseos a toda la sociedad y una galopante incapacidad del actual gobierno para poner un poco de cordura entre sus radicales socios.
Ese deseo de imposición está afectando a las grandes reformas que preocupan a los ciudadanos y sobre las que debería volcarse la clase política de nuestros días con ese espíritu fundacional que rigió nuestros primeros pasos hacía una sólida democracia en los años setenta. Especialmente en tiempos que, como el actual, vivimos con un crecimiento de la economía en el entorno del cuatro por ciento y contamos a la espalda con los mejores treinta años de nuestra historia tanto en lo político, como en lo económico. Siendo esto así, ¿Se imaginan que fuéramos capaces de unir esfuerzos?
Quizá me haya dejado llevar por la ilusión; esa ilusión de la que hablaba Julián Marías: la capacidad de imaginar un futuro mejor por el que merece la pena luchar. Siendo así, permítanme ilusionarme. Permítanme ilusionarles a ustedes también.
¿O no ilusiona abordar, desde el acuerdo, una profunda reforma de nuestra justicia?. Primero, para hacer de la justicia un instrumento ágil y fiable al alcance de todos los ciudadanos, lo que pasa, indudablemente, por dotarla de más medios humanos y materiales. Segundo, para consagrarla como un auténtico poder del Estado que goce de absoluta independencia respecto del poder político y sometida, tan sólo, a la Ley. El Consejo General del Poder Judicial no puede ser una extensión milimétrica del Parlamento donde podamos adivinar de antemano el resultado de sus votaciones en función del partido que propone a cada uno de sus vocales. ¡Volvamos a la Constitución!
¿O no ilusiona abordar, desde el acuerdo, una reforma de la educación para todo el conjunto de España que garantice la pujanza de nuestra sociedad en los años venideros, sin buscar en la reforma la perpetuación de una ideología que nos “garantice” a “unos” el poder frente a los “otros”?. El único objetivo que puede regir esa reforma debe ser la formación integral de nuestros jóvenes, garantizando un nivel mínimo para todos y estableciendo los sucesivos grados en consonancia a las grandes exigencias que esos hombres y mujeres deberán afrontar en el futuro. Todo ello dentro de un marco de libertad que garantice a los padres, de forma efectiva, el derecho al tipo de educación que quieren para sus hijos. Incluida la religiosa.
¿O no ilusiona abordar, desde el acuerdo, una reforma de la Ley Electoral –miré usted quien lo dice- que traslade al Parlamento con mayor fidelidad el voto de la ciudadanía?. No es razonable alargar una situación como la actual en la que los grandes partidos nacionales se ven sometidos a auténticos chantajes por parte de pequeños partidos nacionalistas a la hora de formar gobiernos. Esto no puede significar, en modo alguno, menoscabo del respeto debido a las minorías o detrimento del necesario control que estas deben ejercer sobre las mayorías; aspectos ambos, diferenciadores de un verdadero régimen de libertades. Significa que no es tolerable que partidos minoritarios de nula implantación nacional y que, en ningún caso alcanzan el cinco por ciento de los votos, marquen decisivamente el rumbo de todo un país desde el prisma de la insolidaridad. Tal reforma debería ir acompañada, ineludiblemente, de otra: convertir el Senado en una verdadera cámara de representación territorial.
¿O no ilusiona abordar, desde el acuerdo, un plan que asegure la solidaridad que proclama la Constitución respecto del uso del agua y que garantice el suministro a todos y el mantenimiento del medio ambiente, dentro del principio de solidaridad interregional y teniendo en cuenta que, el agua, no sólo es un elemento fundamental para la vida, sino también un instrumento importantísimo en la generación de riqueza, especialmente para un país como España, eminentemente turístico y árido?
¿O no ilusiona abordar, desde el acuerdo, reformas que profundicen en la liberalización de la economía?. Es imperdonable que con los datos económicos de nuestro país, estemos alcanzando, por ejemplo, niveles de productividad que no se vivían desde 1975. En este capítulo, y aunque no sea parte de una necesidad de estado, no estaría de más que los políticos dejaran de mirarse el ombligo con las grandes cifras macroeconómicas y volvieran la vista hacía esas “pequeñas” cosas que son el pan nuestro de cada día en los hogares españoles y fuente inagotable de preocupaciones para todos. Por ejemplo, el abusivo redondeo que se ha hecho con la llegada del euro. Lo que costaba cien pesetas hoy cuesta un euro… o más. Incluido el “cafelito”.
Yo mismo he disfrutado de él y, por tanto, no le negaré a nadie el derecho a equivocarse. Pero, junto a ese derecho, todo Gobierno tiene la obligación de rectificar cuando lo hace. No voy echar más leña al fuego, que bastante tiene, pero es ya hora de abandonar atajos. ETA y todos sus aledaños, entre los que se encuentra Batasuna, “la de las mil caras”, son el enemigo. Sin paliativo alguno. Y como tal debe ser combatido. Con la ley, pero sin cuartel.
Quizá sea ilusión, pero también Marías la definió como motor capaz de hacernos perseverar ante las dificultades… así entendida, merece la pena volver a ilusionarse.
Gran artículo. Ilusiona leerlo. Gracias
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