Un niño en La Moncloa
domingo, enero 25, 2009Artículo publicado en El Mundo
Corrían los primeros días de un frío mes de diciembre allá por 1976, cuando entraba yo, por primera vez, en La Moncloa. Llegaba con un día de retraso sobre el resto de la familia, en una silla de ruedas, recién operado de apendicitis y con tan sólo doce años de edad. Sin embargo, no era aquella la primera vez que pisaba una residencia oficial; ya en el año 68 había vivido esa inusual experiencia en el Gobierno Civil de Segovia y venía de corretear, tan sólo unos días antes, por los pasillos de la Secretaría General del Movimiento. Por aquel entonces, ya estaba acostumbrado a ser el hijo de un hombre relevante. No era, por tanto, aquella situación algo absolutamente excepcional para mi… pero no dejaba de ser algo nuevo e importante.
Y como ocurre siempre en esta vida, las novedades pueden convertirse en un calvario o en una fuente de oportunidades para crecer. Mentiría si negase que Moncloa marcó mi niñez y el resto de mi vida con una profunda huella. Allí, además de mi particular transición a la adolescencia, viví momentos absolutamente extraordinarios hasta el mismo día de mi marcha, poco después del fallido golpe de estado del 23 de febrero de 1981.
Entre aquellos muros empecé a ver con ojos nuevos un mundo antiguo. Recorrí sus jardines con la ilusión de un pequeño aventurero. Probé furtivamente los primeros humos de un cigarro y comencé a forjar una extraordinaria relación con aquellos hombres misteriosos y armados; unos marrones, otros de pesadas capas verdes y tricornio que velaban por nuestra seguridad. Una relación de admiración y gratitud, forjada garita a garita, y que, a pesar de grandes pruebas, no se iba a romper ya.
Recién llegado a Moncloa en 1977. EFE
Aprendí a confiar en mi padre frente a la avalancha de severísimos e injustos ataques. Empecé a reconocer la amarga cara de la traición, la maliciosa dulzura del halago no merecido, el estruendo de las bombas asesinas y un sin fin de situaciones anormales para un niño de esa edad. A Dios gracias, todo aquello, no hizo sino fortalecer la relación con mis padres –ambos- y, cómo no, a mi mismo.
Sería injusto reconocer que, junto a todo lo dicho, llegaron también mieles. Se me abrieron muchísimas puertas; puertas que permanecen cerradas a cal y canto para la mayoría de la gente. Es más, todavía hoy, el esfuerzo ímprobo de mi padre durante aquel tiempo, me las sigue abriendo. A mi y a todos los españoles. Viví y vivo bajo el enorme peso y el tremendo orgullo de pertenecer a una familia extraordinaria en todos los sentidos. Una familia que me impuso desde el principio la obligación de reconocerlo y el deber de aprovecharlo.
Recuerdo aquellos años con gran cariño y gratitud pero, como todos, llegarían a su fin, y con él, vendría otra dolorosa lección, por mucho que estuviera advertido: la salida. Pero eso, es tema para otra ocasión…
Bufff, los que compartimos contigo muchos de esos momentos, todavía sentimos esa resaca de sensaciones. la mayoría de ellas maravillosas y súperinteresantes.
Digno hijo de su padre. SUERTE
Que forma mas bonita de compartir tus sensaciones. Que claro y real…, Eres estupendo Adolfo.
… el que hace el bien no hace la gloria, pero la gloria es su consecuencia…
Muchas Gracias!!!!!